El Museo del Prado inaugura una exposición sobre los tres
maestros que demuestra que en Europa existe el sustrato de una cultura común
Durante años se había reivindicado un arte patrio. Una
pintura que respondía a las esencias de cada país. Velázquez resumía España y
lo español, y Rembrandt, Holanda y lo holandés. Esta concepción de la historia
del arte nació durante el siglo XIX, cuna de los nacionalismos europeos, y
desde entonces se ha difundido con éxito hasta hoy. Pero la observación atenta
de la realidad refuta totalmente esta convicción que ha calado en la mentalidad
de las distintas sociedades a base de repetirse sin parar y convertirse en un
lugar común. El Museo del Prado dedica ahora una muestra, con motivo de su
bicentenario, que deroga esa idea bien asentada y prueba que solo es un tópico
y que, como todos ellos, está sustentado muchas veces en una visión errónea. La
exposición «Miradas afines», que reúne a los diferentes artistas de finales del
siglo XVI y XVII, compara a Velázquez, Vermeer y Rembrandt, y demuestra que
entre estos maestros existen más semejanzas que diferencias. Los tres beben de
las mismas fuentes y comparten los mismos criterios a la hora de abordar la
composición, los temas e, incluso, la pincelada. El comisario, Alejandro
Vergara, explica que se habían formado unas raíces únicas, y que «todos estaban
influenciados por Italia, estudiaban con los mismos libros, aprendían en
talleres y trabajaban para ciertos clientes».
Creadores independientes
Pero, ¿de dónde proviene esta idea? Él mismo aclara que «la
historia del arte se ha fijado en las diferencias a partir del siglo XIX, que
es cuando emergen los nacionalismos. Estos movimientos sociales y artísticos
consideran que la geografía y el tiempo son los que definen a las personas y
sus caracteres, y el arte es una manifestación de estas diferencias. Pero no es
cierto. Si existen es más por la aportación personal de un creador, no por
pertenecer a una nación». Y para respaldar su teoría, desafía ahora al público
a que venga a la exposición y pueda compar los lienzos que se exhiben:
«Encontrarán que entre los españoles y los holandeses de esa época se ven muchos
paralelismos». Y extrae una frase que pronunció Ortega y Gasset, que también
suscribía su razonamiento: «La unidad de la pintura de Occidente es uno de los
grandes hechos que hacen manifiesta la unidad de la cultura Europea».
La conjetura de Alejandro Vergara proviene de la
experiencia, de la mirada reiterada de las obras de arte a lo largo del tiempo.
Pero, sobre todo, de la contemplación de dos cuadros muy conocidos. Unas piezas
cuya observación pausada le inquietaron y que suponen el origen de esta exposición:
«Vista del jardín de la villa Médici en Roma», de Velázquez, y «Vista de casas
en Delft»,
de Johannes Vermeer. Estos paisajes, presentes en la
pinacoteca, refuerzan esa concepción de que dos grandes pintores como ellos,
que jamás se conocieron, ni tampoco coincidieron en sus respectivos trabajos,
están en consonancia en unos gustos y unas preocupaciones. Estos óleos, de
parecido formato y dimensiones, y sin apenas distancia temporal entre ellos,
refuerzan el pensamiento de ambos: «Este montaje proviene de una experiencia
vital, de una intuición. Siempre había oído afirmar las enormes diferencias que
había entre los artistas, pero yo apreciaba, sin embargo, similitudes. Eso se
confirma viendo pintura. Cuando se contempla esta pareja de cuadros, la callejuela,
de Vermeer, y la Villa Médicis, de Velázquez, se ve que los dos están
interesados en reflejar unos edificios decadentes, aunque son suceptibles de
ser pintados. Pero es que los dos enfatizan la geometría, crean asimetrías
similares, sus volúmenes son parecidos. Y esto es patente en unos artistas que
no se han conocido, pero piensan igual. Se han desenvuelto en el mismo espacio
cultural. Ello se comprueba al cotejar “El arte de la pintura”, de Vermeer y
“Las Meninas”, de Velázquez, que son obras, de alguna manera, más ambiciosas.
Lo que deseamos contar aquí –prosigue– es que, fundamentalmente, el relato que
se ha impuesto desde el siglo XIX se convierte en un relato nacionalista y al
ser nacionalista que cree en diferencias esenciales entre las personas por el
lugar en que han nacido porque consideran que nos afectan la geografía y el
clima».
La herencia clásica
Los pintores de esta época pintaban fijándose siempre en la
herencia que habían recibido de centurias anteriores. Los artistas comenzaban a
desarrollar su actividad pictórica deteniéndose en la antigüedad clásica, una
de las corrientes que empujaba su talento, y cuyo legado descansaba sobre todo
en Italia. De hecho, muchos de los artistas, como Velázquez, acudirían a este país
para estudiar y aprender. Otro de los legados que determinó la atmósfera
cultural en la que se desarrollaron sus profesiones, es el Renacimiento. Todo
esto encauzó sus distintos estilos. Conviene tener presente que trabajaban para
unos compradores, que estaban sujetos a los criterios estéticos vigentes. En
los retratos de esta exposición se puede reconocer con facilidad cómo la
mayoría de ellos, estén ejecutados por holandeses o españoles, poseen
característica similares. «Ni Velázquez, ni Vermeer, ni otros pintores de la
época expresaron en su arte la esencia de sus naciones, como se ha afirmado
frecuentemente, sino unos ideales estéticos que compartían con una comunidad
supranacional de artistas», concluye Alejandro Vergara.
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