El 1 de enero de 1945, los alemanes lanzaron la última gran
ofensiva de la Luftwaffe en el marco de la batalla de las Ardenas. Cientos de
pilotos fallecieron, pero uno de ellos sobrevivió y pasó sus últimos días en
Barcelona. Sus vivencias han sido recogidas en «El diario de Peter Brill»
Corría el 1 de enero de 1945, durante los últimos estertores
de un nazismo que daba continuas bocanadas de aire para sobrevivir del
ahogamiento al que era sometido por soviéticos, estadounidenses, británicos y
una ingente lista más de países. Fue precisamente ese día en el que cientos de
aviones germanos salieron de sus aerodrómos bajo el más estricto secreto con el
objetivo de acabar con todos los cazas aliados que pudieran hallar en las bases
de las Ardenas. Lo hicieron en el marco de una ofensiva desesperada, la última
de la Luftwaffe.
Aquel fue un loco ataque en el que unos pocos (los teutones)
se enfrentaron a muchos (los británicos y estadounidenses). Fue el canto de
cisne de la fuerza aérea de Hitler. Pero una ofensiva que, en definitiva, que
no sirvió absolutamente de nada al Führer y en la que los aviadores de la
esvástica vieron puestas sus capacidades al límite por estar obligados a
combatir contra un contingente brutalmente superior en número.
En esta batalla (posteriormente conocida como «Operación
Bodenplatte») participaron entre 800 y 1.000 pilotos de la Luftwaffe. Y más de
dos centenares no volvieron a sus aeródromos después de caer ante el fuego de
la fuerza aérea aliada (y de los disparos amigos, pues no se avisó a las
baterías antiaéreas germanas de la operación para evitar filtraciones). Uno de
los que tuvo la suerte de regresar fue Peter Brill. Alemán de nacimiento (y
contrario a la ideología nazi) se vio obligado a luchar en los cielos contra
los aliados.
Sus habilidades a los mandos de un caza le permitieron
sobrevivir y, tras combatir en la Segunda Guerra Mundial, viajó a Barcelona.
Allí pasó sus últimos días surcando los cielos en una avioneta hasta hace
apenas dos años. Pero sus vivencias no se acabaron en ese punto. Y es que,
también fue uno de los aviadores que participó en los preparativos de una
misión secreta para atacar Nueva York con un superbombardero enviado desde
Europa.
Este 2016, su historia ha salido por primera vez a la luz
gracias a «El diario de Peter Brill». Un libro editado por «Dstoria Edicions»
en el que se recogen las memorias (puestas en contexto, investigadas,
contrastadas y completadas) del piloto alemán. La obra es la primera en la que
alguien que participó en la operación para bombardear Estados Unidos admite su
existencia y, además, supone un documento vivo que rescata la historia de
Brill. Uno de los aviadores que sobrevivió a la contienda de Bodenplatte.
Es por todo ello por lo que, según han afirmado a ABC sus
autores (Laureano Clavero -un cineasta famoso por su documental «1533 km hasta
casa. Héroes de Malvinas» y por estar al frente de MIRASUD PRODUCCIONES- y Pere
Cardona -divulgador histórico y creador de «HistoriasSegundaGuerraMundial»-),
el libro ya va por su segunda edición. «Estamos muy orgullosos de que se haya
vendido toda la primera remesa. Demuestra que a la gente ha visto que es un
relato único que transmite un piloto que pasó sus últimos días en España»,
determina Clavero a este diario.
Ardenas, el final
Para entender esta operación es necesario retroceder en el
tiempo hasta diciembre de 1944. Una época en la que Adolf Hitler desesperaba
sabedor de que sus ejércitos habían pasado de dominar Europa, a defenderse en
todos los frentes. Del yugo nazi empezaban a liberarse desde Francia (hacía
seis meses que se acababa de suceder el Desembarco de Normandía, la entrada
masiva de aliados a través de las costas del norte de la Galia), hasta los
países del Este que habían sido ocupados durante la invasión de la URSS.
Pintaban, en definitiva, cuadradas para los hombres de un Führer, quien no
llegaba a comprender cómo era posible que sus expertas fuerzas de élite fueran
derrotadas en el campo de batalla.
El día 16 comenzó la ofensiva en el frente de las Ardenas
Sin embargo, y aunque todo parecía sentenciado para los
hombres de la esvástica, Hitler decidió sacarse en diciembre un curioso as de
la manga. Así pues, ideó una última y gigantesca ofensiva militar sobre las
Ardenas (una región ubicada al norte de Francia y al sur de Bélgica -y dominada
por estadounidenses y británicos-) mediante la que pretendía llegar hasta el
puerto de Amberes, clave para los aliados por ser en el que recibían sus
provisiones. Si sus hombres lo conseguían, lograrían dividir a los enemigos en
dos, crear el caos, y cortar sus líneas de suministros. Todo ventajas, según
pensaban.
La idea no era más que un delirio. El último que le quedaba
a un Hitler que ya no sabía como diablos detener la sangría de bajas que tenía
por haber abierto un frente tan gigantesco. Y un sueño por el que movilizó a
una fuerza inexperta de 250.000 hombres (muchos de ellos recién reclutados),
2.000 carros de combate y 3.000 aviones. El día 16 comenzó la ofensiva en el
frente de las Ardenas, donde sus enemigos fueron cazados por sorpresa y -en
muchos casos- obligados a retirarse. Pero ese avance solo fue un espejismo. Y
es que, unas semanas después, los aliados lograron atrincherarse y detener la
pérdida constante de territorios.
El plan
El 1 de enero, con la batalla de las Ardenas estancada y los
aliados planeando su contra ataque, Herman Göring (al mando de la Luftwaffe)
decidió llevar a cabo la que sería el último gran ataque de su fuerza aérea.
«El Reichsmarschall Herman Göring, picado por las duras
críticas de que era objeto su Luftwaffe, había decidido efectuar su propio
ataque relámpago. Su plan de asestar un gran golpe por sorpresa contra las
fuerzas aéreas aliadas», explica el popular historiador Antony Beevor en su
obra «Ardenas 1944. La última apuesta de Hitler». Su «feliz» idea fue la de
enviar todos y cada uno de los aviones de los que disponían los germanos por
sorpresa para aniquilar a los aeroplanos aliados estacionados en los aeródromos
belgas y galos.
El objetivo no era otro que lograr la supremacía aérea en la
zona. Tal y como explica Cardona a este diario, los alemanes eligieron el 1 de
enero porque creían que sus enemigos estarían totalmente «borrachos» después de
la fiesta de Nochevieja. ¿Qué mejor día para atacar que un plena jornada de
resaca? Beevor es partidario de esta teoría y, además, añade que se prohibió a
los pilotos germanos beber una sola gota de alcohol la noche anterior o
«trasnochar para celebrar la fiesta». Muchos se lo tomaron mal e interpretaron
que, al día siguiente, iban a lanzarse de forma kamikaze contra sus enemigos.
Así definió Peter Brill la idea que tenían aquel día los
mandos alemanes: «La primera operación de ataque en la que participé fue la
“Operación Bodenplatte” que consistía en atacar aeropuertos y bases aéreas
aliadas en Bélgica, Holanda y Francia». Los autores de «El diario de Peter
Brill» completan esta definición de la siguiente forma: «La idea que tenían los
mandos alemanes era destruir el mayor número de aviones en tierra, lo cual
también ayudaría, de paso, a las tropas alemanas que se encontraban luchando en
la batalla de las Ardenas para tratar de expulsar a los ejércitos aliados».
Los problemas de Bodenplatte
Lo cierto, todo hay que decirlo, es que el plan no gustó
demasiado a Adolf Hitler, quien consideró totalmente imposible coordinar todos
aquellos aviones en el aire.
«Me temo que cuando llegue ese día, los distintos grupos no
se coordinen y que no encuentren al enemigo […]. La esperanza de diezmar al
enemigo con un despliegue masivo no es realista», dijo el Führer. Por suerte
para él no tuvo que preocuparse del qué dirán, pues muchos pilotos alemanes
atribuyeron a Göring esta idea descabellada y cargaron contra él en sus
conversaciones privadas. Uno de ellos llegó a decir de él que dirigía la
Luftwaffe con los métodos usados «por la Reina de Corazones en Alicia en el
país de las maravillas».
Además de las dificultades de coordinación, los principales
mandos alemanes sabían que la Luftwaffe sufría de severos problemas. El primero
de ellos era la falta de experiencia de sus pilotos, muchos de los cuales se
subían a los cazas sin haber hecho más que algún que otro vuelo de prueba
debido a la escasez de combustible y a la falta de aviadores.
«No es de extrañar que los pilotos de los cazas
estadounidenses dijeran que preferían enfrentarse a cuatro pilotos alemanes
nuevos que a uno solo veterano», añade Beevor. Por el contrario, los británicos
habían logrado -gracias a la rotación de aviadores- que sus «ases» volvieran a
las islas para enseñar a los nuevos reclutas. Una inyección de experiencia en
vena.
Brill, por su parte, consideraba que la operación estaba mal
planteada: «La teoría de ir a por los aviones ingleses y americanos para
intentar destruirlos en tierra era ridícula. En primer lugar, porque la flota
de aviones aliada era bastante grande y, en segundo, porque la capacidad
industrial americana podía asumir la construcción de los aviones destruidos en
relativamente poco tiempo. […] A los americanos, tener más o menos aviones no
les importaba, lo que realmente les habría hecho daño sería haberles restado
pilotos». Cardona y Clavero son de la misma opinión, y la secundan (acompañada
de las declaraciones del piloto) en «El diario de Peter Brill».
Como él, el resto de pilotos no debía estar demasiado de
acuerdo con el ataque, pues la Luftwaffe destinó un reactor Me 262 (una de las
nuevas armas de la fuerza aérea de Hitler) a cada escuadrilla para -en palabras
de Beevor- «identificar a todo aquel que mostrara falta de determinación en el
ataque».
El despegue
A pesar de todas estas dificultades el ataque comenzó, como
estaba previsto, el 1 de enero. A lo largo de la mañana, más de 850 aviones
según Brill (1.000 en palabras de Beevor) partieron desde sus aeródromos con el
objetivo de bombardear doce pistas británicas y estadounidenses. El ataque, en
principio, enardeció los corazones de los pilotos de la Luftwaffe, que -tras
ver semejante operativo- entendieron que era absolutamente imposible ser
derrotados. «¡Por dios! ¡Lo que llegó a haber por los aires! Yo mismo estaba sorprendido.
Los aviones daban vueltas sobrevolando toda la zona. Los civiles tenían todos
la vista fija en nosotros», explicaba un aviador cuyo testimonio está recogido
en la obra del anglosajón.
Peter Brill salió con su caza desde Duisburg a las siete de
la mañana. Iba acompañado de aproximadamente 40 compañeros y era el «Kaczmarek»
del mayor Siegfried Freytag (uno de «los mejores pilotos con los que he tenido
ocasión de volar», según afirmaba en sus memorias, recogidas en «El diario de
Peter Brill»).
La misión no pudo empezar peor para los alemanes. Nada más
desepegar, 16 aviones fueron derribados... ¡por sus propias baterías
antiaéreas! Tenía bastante lógica que eso sucediera, pues estas no habían sido
avisadas de que iba a haber una gran operación. Por ello no es raro que, cuando
vieron centenares y centenares de aviones sobrevolando los cielos germanos,
disparasen primero y preguntasen después. Mientras despegaba, Brill afirmaba en
sus memorias que no pensaba absolutamente en nada. «No recuerdo con claridad
mis pensamientos durante aquel día. Era la guerra, llegaba a un punto en el
cual no me planteaba muchas cosas. Daba igual vivir o morir».
Una vez en el aire, los cazas alemanes se dirigieron hacia
sus respectivos objetivos. «Pusimos rumbo hacia Bélgica porque, con combustible
para una hora de vuelo, tampoco podíamos ir mucho más lejos. Los cazas de
aquella época no llevaban ningún tipo de instrumental para guiarnos, ni GPS ni
nada por el estilo, lo que hacía muy difícil llegar hasta donde se encontraban
los aeropuertos enemigos», se explica en «El diario de Peter Brill». El piloto,
a su vez, explica que todos seguían a un Heinkel 111, el único avión que
disponía del instrumental necesario para llegar hasta las plazas contrarias.
En batalla
Las consecuencias del ataque fueron variadas. En palabras de
Beevor, los «alemanes consiguieron el efecto sorpresa que buscaban», pero no
tardaron en verse superados cuando sus enemigos se percataron de lo que
sucedía. Un ejemplo claro fue lo sucedido al grupo encargado de bombardear el
aeródromo de Sint-Denijs-Westrem-. En un primer momento, sus pilotos pudieron
destruir una escuadrilla de Spitfires polacos que estaban aterrizando, pero
finalmente fueron interceptados por otros dos grupos de estos cazas que «ametrallaron
a dieciocho de ellos y causaron baja a otros cinco».
lgo parecido pasó en Metz (al norte de Francia) donde, tras
acabar con una veintena de cazabombarderos estacionados en tierra, los germanos
tuvieron que retirarse perseguidos por una patrulla de P-47 Thunderbolts. «Las
pérdidas más graves de los británicos fueron las que sufrieron en Eindhoven,
donde los alemanes tuvieron la suerte de sorprender a la primera escuadrilla de
Typhoon justo cuando estaba despegando. Los aparatos destruidos bloquearon la pista
de aterrizaje, atrapando a las escuadrillas que venían detrás», completa
Beevor.
Pillaron a los británicos con los pantalones bajados»
Como dijo un piloto posteriormente, «pillaron a los
británicos con los pantalones bajados», pero estos lograron reagruparse y,
después de que los alemanes repostaran, empezaron a hacer valer su importante
superioridad numérica en los cielos.
Todos los germanos sufrieron ataques. También, omo era de
esperar, Brill. Y ello, a pesar de que era el guardaespaldas de Freytag, y este
en principio no iba a entrar en combate porque se iba a limitar a dirigr los
ataques. «Aquel día todo salió mal. Los americanos nos atacaron y sufrimos
muchísimas bajas. Nada más llegar nos recibieron con un denso fuego de
antiaéreos y en poco tiempo sus cazas empezaron a despegar desde varios
aeropuertos», se esgrime en «El diario de Peter Brill».
La situación de Brill fue complicada. Y es que, tras
combatir contra varios cazas enemigos, fue alcanzado y se vio obligado a
separarse del mayor para tratar de aterrizar en un aeródromo cercano. La suerte
quiso que hallara una pista en Dortmund. Allí llegó sin una gota de gasolina.
Otros de sus compañeros no tuvieron tanta suerte y, al tocar tierra, se
estrellaron debido a la niebla.
Aquel fue el colofón de una contienda que se saldó con una
ingente cantidad de muertes para ambos bandos, aunque especialmente para los
germanos, que tuvieron que lamentar la pérdida de 280 aparatosy 213 pilotos.
Muchos de ellos, extremadamente experimentados. «En total los Aliados perdieron
150 aviones de combate, que quedaron completamente destruidos, y otros 111 que
resultaron dañados, así como 17 aviones de otros tipos. Las pérdidas de pilotos
fueron afortunadamente escasas, pero más de cien integrantes del personal de tierra
resultaron muertos», completa Beevor.