Martha Mitchell, mujer del fiscal general del estado en
1968, estaba al corriente del escándalo desde el principio. El machismo de la
época se encargó de que nadie la creyera.
Sedada y maniatada: la mujer que lo sabía todo del Watergate
(y fue tachada de loca)
Martha Mitchell, mujer del fiscal general del estado en
1968, estaba al corriente del escándalo desde el principio. El machismo de la
época se encargó de que nadie la creyera.
PAULA CORROTO
Martha Mitchell (1918-1976) era una habitual de los
programas televisivos estadounidenses en los años sesenta. Con su pelo rubio
cardado, sus aires sureños y su profunda fe en las ideas conservadoras del
Partido Republicano, podría ser un trasunto de una Doris Day o incluso una
Betty Ford cualquiera. Pero, además, Mitchell era una mujer extrovertida que
solía rodearse de celebridades y periodistas. Se sabía todos los chismes. Era
una estrella de las tertulias de mesa camilla.
Pero también estaba su faceta política. O más bien la que le
confería su marido, John Mitchell, fiscal general del estado en 1968 y más
tarde miembro del comité de reelección del presidente republicano Richard
Nixon. Así, Martha podía rodearse de famosos y todo el politiqueo de
Washington. No extraña que estuviera en el lugar inadecuado y en el peor
momento cuando estalló el escándalo del Watergate en junio de 1972. Una trama
de espionaje hiperconocida gracias a las investigaciones de los periodistas
Carl Bernstein y Bob Woodward, libros y películas, que llevó a Nixon a dimitir
el 9 de agosto de 1974, hace ahora 45 años. El lodazal de porquería política
también acabó arrastrando a Martha, una mujer que hasta entonces simplemente se
divertía dando buena carnaza y mostrando su feroz anticomunismo en los
talk-shows y galas benéficas.
La historia de Mitchell en relación con el Watergate es
bastante rocambolesca y solo ella justificaría el guion de una película.
Desvela además la actitud sexista de la Casa Blanca y los medios de
comunicación de entonces.
Su pesadilla comenzó cuando cinco personas fueron pilladas
in fraganti en las oficinas del Comité Nacional Demócrata en Washington el 17
de junio de 1972. Más tarde se supo que habían entrado a robar documentos,
colocar micrófonos y todo tipo de artilugios de escucha, pero en aquel momento
toda esta información aún estaba bajo llave.
Una de las personas detenidas era James McCord, que había
sido guardaespaldas de la hija de Mitchell, y con el que ella había tenido una
relación cercana –los tabloides dijeron después que incluso íntima. McCord
había trabajado también para la CIA, pero en los últimos tiempos era jefe de
seguridad del Comité para la Reelección del presidente y trabajaba codo con
codo con el marido de Martha.
Cuando esta se enteró de las detenciones ató cabos. Era una
persona habituada a conocer los secretos de la Casa Blanca, ya que por su casa
solían pasar numerosos políticos. Las conversaciones que solía escucharle a su
marido ya le habían puesto sobre aviso de que algo sucio tramaban los
republicanos contra los demócratas, como ella misma había dicho en alguna
ocasión en alguno de los programas a los que acudía, aunque su tono entre naif
y despreocupado había hecho que nadie le hiciera mucho caso. Las detenciones en
la sede de este partido de personas que trabajaban para Nixon fue la gota que
colmó el vaso. Sabía, aunque fuera de forma intuitiva, que aquello era un
escándalo cuyas proporciones aún eran desconocidas. Además, estaba la relación
personal con McCord, al que su marido dejó caer a las primeras de cambio. Eso
le dolió a Martha. Y le enfureció.
Martha Mitchell tocando el piano junto a su marido y su
hijastra. FOTO: GETTY
Sedada, atada y secuestrada en un hotel
La reacción de John Mitchell ante lo que estaba ocurriendo
hoy resulta casi más escandalosa que todo el espionaje a los demócratas. Una
actitud que, sin embargo, pasó de puntillas durante aquellos meses. Cuando
saltó la noticia del allanamiento de la sede demócrata, los Mitchell estaban de
viaje por California. John se trasladó enseguida a Washington y Martha se quedó
con unos amigos.
John, mano derecha de Nixon, decidió llamar a su amigo
Stephen King, un exagente del FBI, para que vigilara a su esposa. No quería que
se fuera de la lengua, ya que era consciente de que ella podía estar al tanto,
o al menos entrever que algo raro ocurría. Y conocía a muchos periodistas que
podrían estar interesados en la historia. Pero Martha estaba muy enfadada e
intentó llamar a su amiga periodista Helen Thomas, de United Press
International. No le dio tiempo. King, que andaba cerca, le arrancó de cuajo el
cable del teléfono. La siguiente medida fue trasladarla a un hotel del estado
de California y encerrarla durante cuatro días. Ante sus quejas, fue sedada y
maniatada, según ella contó posteriormente en diversas entrevistas.
A continuación se puso en marcha desde la propia Casa Blanca
toda una campaña de desprestigio contra Martha. Nixon estaba nervioso y muy
irritado con ella. Se filtró que era una borracha, una mujer que sufría
delirios, que buscaba atención continuamente, que era malvada e ignorante, que
no estaba en sus cabales. Y que nadie debía hacerle caso. Cuando salió de su
confinamiento, se dedicó a dar entrevistas en las que contaba que algo olía a
quemado en Washington y que Nixon podría estar metido hasta el pescuezo en todo
el asunto.
Pero la campaña había dado sus frutos. Apenas nadie la creía
y el encubrimiento estaba en marcha. Tuvieron que pasar casi dos años hasta que
el periodismo pudo demostrar que Martha había dicho la verdad. De hecho, a día
de hoy en psicología se conoce como ‘el efecto Martha Mitchell’ cuando el
psicólogo diagnostica erróneamente, debido a que los hechos son extraordinarios
y difíciles de creer, una enfermedad paranoica o delirante, pese a que el
paciente está diciendo la verdad.
Hasta 1974, la vida de Martha fue un infierno. Repudiada por
antiguos colegas políticos y periodistas, injuriada e insultada, le planteó el
divorcio a su marido si no se alejaba de lo que estaba ocurriendo. Pero John
Mitchell no podía. Estaba enfangado hasta el cuello, por lo que finalmente se
divorciaron en 1973. Aquel año, además, las presiones sobre la Casa Blanca se
recrudecieron. Los cinco detenidos en 1972, entre ellos McCord, afirmaron que
en el asunto no estaban solo metidos ellos sino mucha más gente importante, y
acusaron directamente a Mitchell como uno de los encubridores. Nadie quería ser
el pringado que pagara el pato. Y Nixon había sido muy claro con Mitchell: o él
o su esposa. John eligió el bando presidencial.
Su historia sirvió para acuñar lo que en psicología se
conoce como ‘el efecto Martha Mitchell’. FOTO: GETTY
El fin del escándalo del Watergate llegó con la emisión en
abril de 1974 de las transcripciones de las cintas que demostraban la
implicación de Nixon y sus más cercanos colaboradores. La maquinaria de la
dimisión, que se hizo efectiva en agosto, estaba en marcha.
Para entonces alguien decidió volver los ojos hacia Martha.
Fue el periodista británico David Frost quien la entrevistó para que aclarara
qué había sucedido realmente los días posteriores al robo en la sede demócrata.
Martha apareció en aquella entrevista con el pelo recogido, profundas ojeras,
con un tono de voz de no haber dormido demasiado, pero con una sonrisa, casi la
misma que esbozaba en los programas de televisión mucho antes de que todo
estallara. Confesó a Frost que algo estaba ya mal desde la campaña presidencial
de 1968, aunque no podía saber el qué. Cuando el periodista le preguntó sobre
los sucesos increíbles que vivió aquellos días de 1972, contestó: “Sí, fue algo
increíble. Fue como una novela de James Bond. No puedes creerlo, ni siquiera yo
podía creer lo que me estaba pasando”. Pero aún fue capaz de dominar la escena
y jugar con el misterio. Cuando Frost le peguntó sobre John Mitchell y Nixon,
del primero dijo que para ella como un hombre muerto. Del expresidente prefirió
no hacer ningún comentario.
“Martha Mitchell fue el coro griego del drama del Watergate,
el que avisa a todo aquel que quería escucharlo”, escribió Bob Woodward en el
libro Todos los hombres del presidente. Nadie lo hizo a pesar de ser una de las
fuentes más poderosas del caso. Sobre ella cayó todo el peso del machismo y del
sexismo. El propio Nixon señaló en la famosa entrevista que le hizo Frost en
1977 que de no ser por Martha, el caso Watergate jamás hubiera ocurrido. Y no
le faltaron redaños machistas para acusarla de tener demasiado engatusado a su
marido: “En aquella época John no estaba controlando el asunto. Martha le tenía
fuera de sí”. Cuando dijo estas palabras, Martha ya había muerto de un cáncer
de huesos fulminante.
Afortunadamente no les fue tampoco demasiado bien al resto
de los participaron en el caso. Nixon dimitió y ha pasado a la historia como
uno de los peores presidentes de EEUU –aunque hay carreras por ocupar este
puesto–; y John Mitchell fue condenado en 1975 a ocho años de prisión por
encubrir a la Casa Blanca, aunque su pena se quedó finalmente en 19 meses.
Murió en 1988 de un infarto. Solo a Stephen King, quien secuestró y maniató a
Martha, le fueron bien las cosas. Incluso hasta hoy. En 2017, Donald Trump le
nombró embajador en la República Checa. A veces parece que nada cambia.