La investigación familiar y la trágica historia de la insurgencia polaca contra la ocupación nazi se complementan con prodigiosa armonía en Chicos de Varsovia, la gran crónica de Ana Wajszczuk
Por Alejandro Caravario
"Entre el humo y el polvo que forman un remolino vuelan
vidrios y ladrillos, pedazos de hierro quemados y retorcidos, huesos, botones
que saltan de las camisas y se incrustan en cuerpos que no les pertenecen;
entre piedras, escombros, metales afilados como picos, restos de carne y
extremidades, escudos con el águila polaca grabada, todo lo que es materia y no
se ha desintegrado se convierte en proyectil expulsado por una ráfaga de fuego
que se come en milésimas de segundo la calle Kilinski". El fragmento,
correspondiente al primer capítulo, fija las intenciones estéticas y
documentales que persigue Chicos de Varsovia, de Ana Wajszczuk.
El libro -una convergencia de géneros- reconstruye de manera
minuciosa y arrolladora el Alzamiento de Varsovia contra la ocupación alemana
durante 1944. Un episodio que concentra como ninguno el horror y la destrucción
de la Segunda Guerra Mundial.
El azote nazi, visitado a menudo por las más variadas
disciplinas científicas y artísticas, nunca encuentra palabras que clausuren la
perplejidad. Ante el desafío de abordar ese abismo histórico cuya onda
expansiva parece no extinguirse nunca, Wajszczuk opta por la descripción del
daño, por desplegar el friso de la tragedia antes que adjetivar sus razones y
consecuencias. El desquicio y el dolor se narran a través de las acciones, la
masacre cotidiana, pura y dura (contracara exacta de la ilusión libertaria),
con su siniestra espectacularidad. Como en la cita que encabeza esta nota y que
refiere la explosión de un tanque del ejército nazi que los polacos creían
abandonado e inofensivo, pero que cargaba media tonelada de trotyl.
Al mismo tiempo, detrás del humo de las bombas, la autora
traza una saga familiar. El libro conecta, mediante copiosos testimonios y
fuentes, la épica insurgencia polaca con la historia de los Wajszczuk. El punto
de partida es una foto de 1907, tomada en la ciudad de Siedlce, donde el
tatarabuelo de Ana posa con su prole. Entre ellos, Barbara, Antoni y Wojciech,
tres parientes remotos (primos de su abuelo paterno) que murieron muy jóvenes
en el Alzamiento y en los que se concentra buena parte del relato.
Con la ayuda del tío Waldemar, un hiperactivo detective
genealógico, y la compañía de su padre en los viajes a Polonia, Wajszczuk urde
una trama que va del pasado al presente sin descartar ningún enfoque ni
esconder apuntes críticos que aún subsisten a la par de los homenajes a los
combatientes.
Por caso, el Armia Krakowia (Ejército Patriota o Ejército
Nacional, según las traducciones de la autora), que protagoniza la resistencia,
a menudo ha sido blanco de severas objeciones. Algunos juzgan inoportuna y
suicida la decisión del Alzamiento que duró poco más de dos meses y terminó con
la capital polaca reducida literalmente a polvo y sangre. Otros apuntan a su
ideología nacionalista con tintes antisemitas y anticomunistas. El texto
potencia la complejidad política de la gesta y, como todo provechoso ejercicio
de memoria, recoge los ecos polémicos del Alzamiento en los debates de la
actualidad..
"El AK, el ejército clandestino y nacionalista,
prodemocrático y conservador a la vez, había interferido en los planes de
dominación de Stalin, como pulgas insidiosas en el lomo de un mastín. La
Varsovia del Gueto y la Varsovia del Levantamiento contaban la historia de dos
ciudades, y había que elegir con cuál quedarse. Stalin decidió que la menos
peligrosa de cara al futuro que planeaba para Polonia era la primera". El
marco político y la escala íntima -el derrotero de los Wajszczuk y de otros combatientes-
se complementan en la configuración de un mosaico que parece abarcarlo todo.
El puente construido por Chicos de Varsovia une la Europa de
la guerra con la Argentina, donde llegaron muchos de los polacos que lucharon
frente a los nazis entre agosto y octubre de 1944, dispuestos a hacer una nueva
vida y dar vuelta piadosamente una página lacerante.
De hecho, los hijos de aquellos milicianos poco sabían de
esos días de violencia inaudita. Mirar empecinadamente el futuro, evitando las
retrospecciones, ha sido la fórmula más a mano, acaso inevitable, de los
emigrantes forzosos para aliviar el pesar de la diáspora, de la patria negada.
El libro de Wajszczuk avanza lentamente sobre ese olvido
voluntario, iluminando el pasado de su familia y de otros clanes marcados por
la guerra y el silencio. Chicos de Varsovia es el relato de una investigación.
Se exponen los pormenores de una pesquisa monumental (por la dimensión temporal
y territorial a la que se aboca) cuyos impulsos no quedan del todo claros. ¿Por
qué la narradora se decide a exhumar una historia soterrada incluso por la
tradición familiar? Ella misma se lo pregunta. ¿Estará buscando héroes que den
brillo a su linaje? ¿O emprendiendo una aventura que estrecha sus vínculos con
el padre y a la vez le otorga un sentido nuevo a su identidad?
Los interrogantes quizá nunca encuentren una contestación
apropiada. Lo que cuenta, de todos modos, es la búsqueda obsesiva y meticulosa.
El acompañamiento de los personajes desde el esplendor de la insurgencia hasta
los estertores de una ciudad en llamas y el exilio o la muerte. Encandilado, el
lector sigue esa huella, esa palabra entrañable. Y hace suyo el destino de esos
personajes.