jueves, 26 de octubre de 2017

Un Rolex Daytona de película



El Rolex Daytona de Paul Newman, una pieza codiciada por los coleccionistas, podría alcanzar el millón de dólares
Se alarga la leyenda del Daytona, el Rolex con más lista de espera
Se subasta el Porsche con el que Paul Newman consiguió sus tres victorias en Le Mans
el reloj que llevó el actor en la vida real y durante el rodaje de Quinientas Millas. Se estima que el precio estará por encima del millón de dólares.


Cada marca relojera tiene su santo grial por el que suspiran los aficionados y el de Rolex se llama Paul Newman Daytona. En las subastas de piezas históricas se paga hasta tres veces más que por un modelo similar del cronógrafo de Rolex, con la única diferencia de no tener la esfera con el dibujo que le identifica como un verdadero Paul Newman. La fiebre por las pocas unidades designadas con esta denominación es tan alta que ha surgido incluso la picaresca fraudulenta de inventarse antiguos Paul Newman. Basta para ello con coger un antiguo Cosmograph Daytona y ponerle una esfera concreta para lograr que la pieza multiplique su valor. Pero, ¿cuándo surge esta pasión por este modelo concreto? A mediados de los años 80, una revista italiana lleva en portada a Newman con un Daytona. Los coleccionistas comienzan a buscar los modelos que más se parecen al que lleva el actor. La moda por el Paul Newman Daytona se extiende a Japón, EEUU e Inglaterra. Desde entonces, la burbuja no ha parado de crecer, como demuestran los más de tres millones de euros pagados por una versión en oro amarillo el pasado mayo. Ahora llega la oportunidad de pujar por el único Paul Newman Daytona verdadero, el que el actor llevó en vida.


Este legendario lote será subastado por Phillips, en asociación con Bacs y Russo, en la subasta Winning Icons el 26 de octubre en la sede de Nueva York. La historia detrás de la pieza es conocida y arranca en 1969, cuando el actor comienza el rodaje de Quinientas Millas, donde interpreta al piloto Frank Capua. El papel de esposa es interpretado por su mujer en la vida real, Joanne Woodward, quien no compartía la pasión por la velocidad de su marido. A Woodward no se le ocurrió mejor modo de pedir a Paul Newman que evitara riesgos al volante que regalándole un Cosmograph Daytona de acero y grabado con la dedicatoria Drive Carefully Me. En 1984 se lo regaló a James Cox, por entonces novio de su hija Nell. Cox lo guardó durante años y ahora ha decidido subastarlo y dedicar parte de lo que obtenga a la fundación de la hija del actor. Phillips ha estimado que el precio que alcance estará por encima del millón de dólares.


Cómo reconocerlo
Hay tres elementos que diferencian a un Paul Newman del resto de Cosmograph Daytona:

Esfera exótica. Se identifican así a todas las esferas "vintage", no sólo de Rolex, con los contadores del cronógrafo en contraste con el resto de la esfera. Escala exterior. El color de la esfera no cubre toda la superficie. La escala del segundero es de un color diferente. Índices de los contadores. Son cuadrados. Es el elemento más distintivo.
Otros aspectos del reloj propiedad del actor, en cambio, pueden o no aparecer en otros modelos identificados con su nombre:
Referencia 6239. Fue la primera lanzada para el Cosmograph Daytona en 1960 y corresponde a la pieza que adquirió Woodward. Referencias posteriores como 6241, 6262 y 6263 también tienen modelos llamados Paul Newman. Escala taquimétrica del bisel. En el de Paul Newman está limitada a 200 unidades por hora. Pulsadores del cronógrafo. Simples. Acero. Es el material más usado, aunque hay algunos en oro. El nombre Daytona. Figura en rojo sobre el contador de las 6 h.

viernes, 20 de octubre de 2017

En DIOR, de Falabella.

En Rosario, tambien esta DIOR.... En tiendas Falabella..... pero como en ARTE PRIVADO...exite la calidez, la seriedad y la educacion.....
La señora Debora (en imagen, junto a alfredo perez) - es digna de felicitaciones... por su didactica de la empresa que representa DIOR.....
Las fragancias tambien forma parte del arte...
Y en Rosario, existe un lugar, que expresan el simbolo DIOR, como en Paris




martes, 17 de octubre de 2017

Picasso y Lautrec: Cómplices en el exceso



Obra de Picasso: "Jeanne (mujer tumbada)", de la Exposición Picasso / Lautrec del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza PICASSO

El Museo Thyssen-Bornemisza remata las actividades por su 25º aniversario reuniendo por primera vez en una exposición monográfica a Pablo Picasso con uno de sus referentes de juventud, Toulouse-Lautrec. Un reencuentro de complicidad que desborda ironía, sensualidad, un rastro de noches infinitas y una singular devoción temprana de Picasso que recuperó en la vejez
Toulouse-Lautrec medía metro y medio. Renco no sólo por la cadera, también por una pata cogida a una enfermedad y a la que sumó dos caídas de caballo que le afianzaron un destino de cojo universal. Acumulaba un talento sin fisuras que encontró su espumillón, su dinamita, en los recodos de la noche: los cabarets, los burdeles, los tabernones, los bajos fondos, los desahuciados de la normalidad. Venía de una familia con blasón y nació en el castillo de Albi en 1864. Sus padres eran primos hermanos. Pero a Henri Marie Raymond de Toulouse-Lautrec-Montfa, conde de cuna, le seducía más el turbión de los desarrapados que el tul de casa. Y marchó a París.
Allí fue tomando forma de pintor. Un artista de mundo propio. Un tipo que hizo de su atracción por las cupletistas y las prostitutas parte del mejor motivo de su obra. Un París que aullaba de noche entre el escombro de los hombres arrasados y el perfume de las damas tocadas con boas de marabú. Toulouse-Lautrec, gozne de la pintura moderna, era uno de los atractivos de aquellas madrugadas tremendas. Apenas se interesó por el paisaje, como sí hicieron los impresionistas. Él prefería las escenas en movimiento, las faldas al vuelo, las caras locas, los labios pintados con un exceso de línea y de desamparo. Según tomaba sitio y forma la pintura del francés, el veinteañero Picasso iba untándose de todo lo que sucedía. En Barcelona descubrió, en los cuadros de Ramón Casas, una forma de hacer las cosas que no había visto antes. Eran aquellos retratos del catalán hechos a la manera de Lautrec al regreso de un viaje a París. Así que Picasso comenzó a tentar ahí su línea nueva. Era el fin del siglo XIX (1899) y el arranque del siglo XX (1900). Picasso había visto también carteles de Toulouse-Lautrec en su primera excursión a París. En los cartelones encontró algo extraño que le atraía: el movimiento, la luz, las escenas entre lo grotesco y la sensualidad, las mujeres, los tirados, el cancán.
Y así, en los años de formación de un joven Picasso ya incandescente, las maneras de Toulouse-Lautrec fueron el deslumbramiento y una senda a explorar. El Museo Thyssen-Bornemisza recupera y pone en pie, por vez primera, esa relación que podría ser un lugar común pero a la que hasta ahora no se ha dedicado una monografía. La muestra, Picasso/Lautrec, de la que son comisarios Paloma Alarcó y Francisco Calvo Serraller, abre al público el próximo martes y el museo remata así su 25º aniversario.
«Picasso descubre a Lautrec al principio de su aventura y regresa a él al final de su vida», apunta Alarcó. Los primeros síntomas aparecen en la exposición que en 1900 hace el malagueño en el café/restaurante/cabaret Els Quatre Gats del Barrio Gótico de Barcelona. Todo muy camastrón, pero ya estaba en sus dibujos el pulso del conde francés, su capacidad convulsiva, su extraña nostalgia, su alegría de noches confusas y su derrota. La libertad del Lautrec dibujante (cartelista y dibujante) es la que pone a bailar a Picaso alrededor del fuego. «Tenían una genealogía similar. No sólo de mundos, sino de intereses en pintores raros para su época: El Greco, Ingres Degas..», apunta la comisaria. Había en los dos una propensión a los néctares prohibidos, a la fruta de laboratorio. Y demostraban una complicidad con aquellos que Cocteau llamó «la raza de los acusados». Por lo arbitrario.
En noches más allá de la noche, Lautrec se sentaba en una mesa del Moulin Rouge, escuchaba canciones de Aristide Bruant (al que retrató para un cartel mítico), bebía y tenía por costumbre no hablar de más o quedarse serio. Lo adoraban las prostitutas (en un burdel de la rue d'Ambroise vivió un año), las retrató con una ternura de calambre expresionista. Era un crápula que tiraba como con fiebre cada línea. «A Picasso no sólo le fascinaron los elementos mórbidos y decadentes de la temática de sus obras, sino también su atrevido lenguaje, su enorme poder de observación y su propensión a la síntesis y a la caricatura», sostiene Alarcó.De entre todas las amantes de Lautrec fue Suzanne Valadon quien lo voló más lejos, como a una cometa. Él, a cambio, le puso el nombre que lleva y difundió sus cuadros entre las gentes de la madrugada. En la fiesta en que Valadon se presentó ya como artista y con nombre nuevo, muy regado de ajenjo el respetable, había un tipo sentado al fondo del local, con mirada de trastorno, pelirrojo y las manos nerviosas: era Vincent van Gogh y llevaba bajo el sobaco una tela enrollada que no desplegó para nadie.
En esos mismos años, no pasamos de 1901 (año en que muere Lautrec), Picasso había vuelto a París. No llegaron a conocerse, aunque había visto muy de cerca también las cosas de Rusiñol (otro que tomó al conde como faro a lo lejos). «Encore trop Lautrec! («¡Aún demasiado Lautrec!»). Se lo decían Max Jacob, Apollinaire y André Salmon cuando el malagueño les enseñaba algunos papeles en los primeros años del Bateau-Lavoir. «El hecho era incuestionable: desde su más temprana juventud», explica Paloma Alarcó, «el español había establecido un fructífero diálogo con el francés y había tomado prestadas diversas fórmulas suyas para adaptarlas a su propia sintaxis». Y también algunos temas como la fascinación por el circo, por los arlequines, por los saltimbanquis, por la soledad de los extraviados.
Del Moulin Rouge al Divan Japonais... De los días echados a perder a la casa de La Californie, donde una fotografía de Lautrec (firmada por Paul Sescau) se apoyaba en un feo tapiz de Les demoiselles d'Avignon. De la juventud a la vejez. Picasso, al final, regresa a sus maestros. Aquel Toulouse-Lautrec de los ratos de hambre, frío y risas está entre ellos. El que dibujaba a la mujer con un calor de brasa de hogar frente al deseo carnívoro de Picasso. Son los años de regreso al erotismo salvaje. A los cuerpos femeninos acentuados. Es el último codo del camino para el viejo Picasso, que no olvida al raro maestro. Y se va consumiendo. Y pinta más radical. Y recupera el diálogo de aquella juventud en que fue principalmente feliz retornando al burdel de su museé imaginaire. Juntos ahora por primera vez. Como dos extravíos. Sin fatiga y sin prisa.