martes, 28 de marzo de 2023

La España de los museos

 

Cortesía del Centro Cultural Niemeyer (Avilés)

La primera rotonda moderna se le atribuye a Eugène Hénard, quien diseña en 1907 la reordenación de la Place l’Étoile en París. En España, como en todo, fuimos tardíos en esto: la primera rotonda data del año 1976 y la encontramos en Palmanova, Mallorca. Además, no es hasta doce años después, a finales del siglo XX (1988), cuando se edifican las dos primeras rotondas en la Comunidad de Madrid, en la ronda sur de Pozuelo y en Aravaca. En cambio, si bien en su etapa inicial la intromisión de este fenómeno del rotondismo (muchas veces definido por la implementación del binomio escultura-rotonda) fue calando poco a poco en nuestro país, durante la década de 1990 y especialmente durante la primera mitad de la década de los 2000 la rotondización ornamental de nuestro territorio patrio se convertiría en un ejercicio urbanístico compulsivo y absolutamente esquizofrénico impulsado por ediles y alcaldes provinciales con escaso o nulo conocimiento de políticas urbanas y de arte público que se sumaban a lógica imperante de aquellos años: «cuanto más mejor; cuanto más grande, mejor todavía». Así por ejemplo, en 2008, solamente en la Comunidad de Madrid, existían un total de 2.700 rotondas distribuidas en vías urbanas e interurbanas. Queda claro: el rotondismo había llegado para quedarse.

 Sin embargo, aunque el rotondismo es un signo tremendamente sintomático y clarificador del paradigma y contexto de finales de siglo e inicios del milenio (sobre esta cuestión escribía el año pasado nuestro colaborador Manuel Padín un texto destripando los mecanismos estéticos, políticos y económicos que operan, muchas veces de manera perversa e interesada, en la proliferación del rotondismo: Ontología y teleología del rotondismo), este fenómeno no es el único testimonio constructivo revelador (ni mucho menos) de lo que fue la etapa del boom en nuestro país y que antecedería a la fuerte crisis económica que sacudió nuestras vidas. Por supuesto, el más evidente, y con las consecuencias quizás más devastadoras, fue el boom inmobiliario. Y es que, como analiza Jorge Dioni López en su libro La España de las piscinas, «durante los años del boom inmobiliario, se construyeron cinco millones de viviendas en España». Estos barrios de nueva creación conformaron lo que Jorge Dioni López denomina la España de las piscinas: «un mundo hecho de chalés, urbanizaciones, hipotecas, alarmas, colegios concertados, múltiples coches por unidad familiar, centros comerciales, consumo online, seguro médico privado», y que venía acompañado, claro está, de la masiva construcción de piscinas. Las cifras que recoge sobre estos años son alarmantes y ponen sobre la mesa el que fue el modus operandi de aquellos años y que anteriormente citábamos: «cuanto más mejor; cuanto más grande, mejor todavía».


 

Enrique Pujana y Miguel Rodríguez, De la luz y de los árboles, 2000. Fotografía de Clara Neches Sanz

 Resulta de mucho interés leer un breve fragmento del libro de Dioni López en el que lleva a cabo una breve caracterización de la ciudad prototipo del paradigma de la España de las piscinas, a través de su propia experiencia empírica, urbana: «Pasé a Valladolid y comprobé que la ciudad estaba rodeada por varias islas de color naranja. La mayor de ellas era Arroyo de la Encomienda, un antiguo pueblo ganadero que cuenta ahora con 20.000 habitantes y donde se ha instalado un megacentro comercial con aspecto de nave del imperio galáctico. Busqué Salamanca, Ávila, Cuenca o Badajoz —las aplicaciones de mapas son muy entretenidas— y comprobé que el cinturón naranja, más o menos definido, era algo común a la mayoría de ciudades. El patrón también se repetía: calles rectas, rotondas, piscinas y centros comerciales». Para este esbozo de la tipología usual de la urbe española y sus infraestructuras, Dioni alude a las rotondas y piscinas, ya mencionadas estas, pero también a los centros comerciales y las calles rectas, que facilitaron ese esparcimiento de la ciudad, ese ensanchamiento ad libitum y ad infinitum que tuvo lugar en los 90 y 2000, y que propició el absoluto descontrol paisajístico, así como la aparición súbita de megaestructuras arquitectónicas aquí y allá -donde antes quizás solo había un solar-, con más o menos función, muchas de ellas quedando vacías por décadas, sin ningún tipo de sentido, de criterio, de uso; algunas de hecho sin llegar a inaugurarse nunca, como espectros urbanos.

 Pero si hablamos de elementos sintomáticos de este boom hiperconstructivo, si queremos exponer esta proliferación de arquitecturas con más a menos interés y coherencia con el entorno, quizás debamos ampliar el listado de signos que conforman ese patrón que advertía Dioni: calles, rectas, centros comerciales, rotondas, piscinas y… museos. Ciertamente, en el contexto temporal al que nos referimos se levantaron la gran mayoría de los museos de arte contemporáneo de nuestro país; de manera que parecía de obligado cumplimiento para el acalde de cualquier ciudad que se quisiese de prestigio proyectar un museo en el seno de sus lindes, engrandeciendo así su potencial y su nombre a nivel nacional. De la misma forma que se depositaron, como caídas del cielo, miles de esculturas en rotondas de nuestro país (Plop, Plop, Plop, parecía sonar en aquellos años), también la lluvia de museos resultó ser tremendamente prolífica. La gran mayoría de estos museos emergieron a base de arquitecturas espectaculares, con fachadas llamativas y con una gran escala, para resplandecer en plena ciudad o en sus márgenes.

Escultura en rotonda de Leganés (origen desconocido). Fotografía de Clara Neches Sanz

 De esta realidad deja constancia la publicación Museos y Centros de Arte Contemporáneo en España de Exit Publicaciones que veía la luz en 2011, en un contexto de fuerte crisis económica, justo después de la oleada constructiva de museos. Esta publicación, de tremenda utilidad para expertos y aficionados al arte contemporáneo, evidencia cómo, tanto en la década de los ochenta pero sobre todo en los noventa y más aún en los primeros años de los dos mil, el mapa de museos y centros de arte contemporáneo en el estado español cambió radicalmente. Desde una ausencia escandalosa de museos y centros que atendieran al arte de nuestros días llegamos, en los inicios del siglo XXI, a una abundancia tan exagerada como difícil de mantener. El ciclo de crecimiento se cerraba por aquel entonces con una crisis económica que amenazaba a la supervivencia de muchos de estos centros y agitaba el mapa apenas dibujado de un país puesto al día en estructuras y contenidos artísticos.

Sucede, a este respecto, que nos sentimos confusos: en muchos casos afortunados por esta proliferación de espacios dedicados al arte contemporáneo, a su mediación, exposición y conservación, por esta necesaria descentralización del arte, pero también en ocasiones extrañados e inquietos, cuando nos preguntamos por la pertinencia de este o aquel museo en esta o aquella ciudad. Muchas veces, nos sorprendemos cuando llega a nuestros oídos lo inapropiado y torpe de estas construcciones, por cuestiones climáticas, térmicas y/o urbanas; con frecuencia estos se han diseñado y edificado como un artificio (como si se tratasen de fuegos artificiales), como una forma de sacar pecho, para que se luzca el de arquitecto turno y para canalizar la opulencia y megalomanía del político de turno -como un catalizador arquitectónico de esta sed de grandeza de toda esta pléyade de agentes culturales-.

La Casa Encendida (Madrid) Sea como fuere, este año estamos de celebración: festejamos el XX aniversario de muchos museos y espacios dedicados al arte contemporáneo, como el CAB de Burgos, la Casa Encendida de Madrid, el CENDEAC de Murcia, el CAC de Málaga, entre otros, y a los que hay que añadir también algunos que cumplían sus 20 años de existencia el pasado 2022, como el Museo Picasso de Málaga, el DA2 de Salamanca, el Caixaforum de Barcelona, el Museo Artium de Vitoria, el Museo Patio Herreriano de Valladolid y el MARCO de Vigo. Es así como, de hecho, por esta misma razón, en 2002 El País publicaba una noticia titulada Lluvia de museos de arte contemporáneo (cuyo subtítulo era el siguiente: «En 2002 han abierto seis nuevos centros, y en los próximos años están programados otros veinte») y que avisaba al inicio del artículo: «El año 2002 bien podría haberse declarado como el año de los museos y centros de arte contemporáneo en España. Seis nuevos equipamientos han abierto sus puertas este año y el número de proyectos no para de aumentar hasta el punto de que es difícil incluso identificarlos por completo».


 

Museo ARTIUM de Vitoria

 

«El diluvio de centros no amaina», avisaba la noticia más adelante, señalando todos los proyectos de museos iniciados y previstos por aquel momento para los siguientes años. En efecto, esta lluvia, que fue diluvio, que fue torrente y tormenta, no amainó hasta que no llegó la crisis, hasta que no le vimos las fauces al lobo. Hasta ese momento, decenas y decenas de museos aterrizaron en las ciudades de nuestro territorio, como también lo hicieron los centros comerciales, las piscinas, las rotondas… Así, si bien por supuesto podemos hablar de la España de las piscinas, también sería más que oportuno en estos años de celebración en que nos vemos sumidos, de cumpleaños museísticos -cuando festejamos en un perpetuo déjà-vu el XX aniversario de tantos museos-, hablar de la España de los museos: una España ornamentada y asediada por una infinitud de contenedores para el arte, por numerosas megainsfraestructuras destinadas a nuestro goce estético, algunas de ellas con gran agitación y activación, otras de ella como entidades fantasma. Todas ellas reclaman nuestra visita con urgencia -nuestra atención, nuestro disfrute-, luchando por cobrar protagonismo. Muchas de ellas mutan y se adaptan a los tiempos que vivimos; otras, en cambio, pululan y aúllan sin descanso; algunas incluso hasta consiguen asustarnos. Así es la España de los museos.