El navegante fue un hombre arrogante, cruel, seductor, tenaz
y con una gran autoestima
¿Es posible saber cómo era Cristóbal Colón? Indagar sobre el
carácter del hombre que, el 12 de octubre de 1492, puso pie en América es un
campo minado en el que los datos reales se mezclan con especulaciones. A raíz
del debate que se ha abierto sobre el monumento que, en 1888, le erigió
Barcelona –la CUP pidió retirarlo, lo que rechaza el Ayuntamiento–, surgen
algunas preguntas sobre el personaje: ¿fue un genocida?, ¿un visionario?, ¿qué
sentimientos le dominaron?, ¿le movía la codicia o el afán de aventura y
conocimiento?, ¿puede ser que el señor que, desde lo alto de su columna, ha
formado parte del paisaje sentimental de tantas generaciones de barceloneses
sea alguien poco digno de respeto?
La historiadora Consuelo Varela, profesora de la Escuela de
Estudios Hispano Americanos que el CSIC tiene en Sevilla, es considerada una de
las mayores expertas en el almirante que existen en el mundo y cree que “es
exagerado juzgar a Colón con los ojos de hoy”.
Colón es un personaje enigmático, comenzando por que no existe
su partida de nacimiento, aunque pasó su infancia y juventud en Génova (su
catalanidad no parece tener base científica, más allá de que en sus escritos
mezclaba una base castellana con palabras y construcciones de otras lenguas
mediterráneas). Tras haber sido mercader y corsario, se obsesionó con llegar a
las Indias por el Atlántico, proyecto que presentó en diversas cortes y que
finalmente le aceptaron los Reyes Católicos.
“Fue un navegante intrépido –apunta el medievalista José
Enrique Ruiz-Domènec–, talentoso en pilotaje y comprensión de los mapas.
Intuitivo, aprendía rápido, y utilizaba medias verdades y engaños para
apaciguar los ánimos de la tripulación”. Así, imantaba la brújula para
despistar y llevaba un doble registro de la distancia y ruta recorridas.
Destaca su psicología porque “sabía que los marineros eran la caraba, a la
mínima te pasaban por la quilla, así que aprendió a manipular sus ambiciones, y
además eligió bien sus tripulaciones, por ejemplo a los Pinzones”. Fue
autodidacta, pues no frecuentó ninguna universidad ni escuela naval. Vio la
muerte muy cerca varias veces y superó naufragios y motines.
El compañerismo no era su fuerte. Los reyes habían prometido
una recompensa de 10.000 maravedíes al primero en avistar tierra... que se quedó
el propio Colón, para desesperación del hombre que estableció ese primer
contacto visual y que no superó jamás haber sido víctima de esa traición. Colón
arguyó haber visto unas luces cuatro horas antes.
Físicamente, Varela apunta que sus contemporáneos describen
a Colón como “de algo más que media estatura, rubio –aunque enseguida de pelo
blanco a causa de los disgustos–, nariz aguileña, mejillas altas sin llegar a
gordo... Gran nadador, modesto en el vestir y el calzar, continente en el comer
y el beber, afable en el hablar con los extraños, muy agradable con los de su
casa, gracioso y alegre y enemigo de tacos y blasfemias”. Pero hay más: “Su
salud era quebradiza, con múltiples dolores, jaquecas y penalidades que le
provocaron un mal carácter, iracundo. Era arrogante pero seductor. Sabía
adular, pero perdía los nervios y era pendenciero, al modo latino. Por ejemplo,
la emprendió a coces con Ximeno de Briviesca sólo porque este le había
criticado”.
En el haber, cabe consignar “una curiosidad insaciable por
conocer cosas nuevas”, como se ve en las maravillosas descripciones de sus
diarios de viaje. “Invitaba a comer a su mesa a los caciques indígenas, por
ejemplo”. Coqueto, Varela explica que “trató de remediar su calvicie con
remedios tomados de la Historia natural de Plinio”, se ponía unos zapatos
colorados y gustaba de adornarse con un collar. Tuvo gran afición por los
adornos de oro.
Otro rasgo esencial es su capacidad de venderse bien.
Ruiz-Domènec recuerda que “nada más regresar de su primer viaje, escribe una
famosísima carta a todas las cortes de Europa para indicar lo que ha hecho y su
importancia. Esta carta expresa el criterio colombino: las cosas hay que
hacerlas y publicitarlas”. Ahí Barcelona adquiere protagonismo, pues es donde
le cuenta todo a los Reyes Católicos, que se encontraban en la ciudad
negociando la devolución del Rosellón y la Cerdaña.
“Era lo que hoy llamaríamos un hombre familiar, le gustaba
tener siempre a sus hijos cerca, o a sus sobrinos –prosigue Varela–. Fue un
padre excelente que se quejaba de no recibir de sus hijos tantas cartas como
quisiera. A su primogénito le envió largas listas de consejos”.
“Era el típico hombre del Renacimiento –opina Ruiz-Domènec–,
contradictorio. Tenía un conocimiento místico-religioso muy intenso, y a la vez
era un hombre de mundo, abierto a los horizontes del negocio. Le gustaba mucho
la buena vida, que es cara, ese lujo que se introduce en el Renacimiento, que
genera saltos sociales antes imposibles. Él, de familia comerciante, pasa a
hablarles a los reyes de tú a tú. De ahí su arrogancia, pero también tuvo la
cara mística y encerrada. Fue muy europeo y cosmopolita, por eso resulta
difícil encontrarle las raíces. Tiene una mano izquierda sucia, con la que
mueve el dinero y hace negocios, que no habla con la mano derecha, con la que
defiende sus ideales. Hacer una fortuna en un imperio no lo consiguen las
personas buenas, sino las que tienen una moral distendida o una doble moral. Se
manifestó como un empresario típico de la época, de tradición portuguesa,
esclavista, de control de las tierras que coloniza”.
En su cuarto viaje, en febrero de 1504, un día los indígenas
se acercaron al emplazamiento español con intención de ejecutarlo, pero él
mantuvo la sangre fría y les dijo: “Dios va a oscurecer la luna, y una
catástrofe caerá sobre vuestras cabezas. Sólo si os arrepentís yo le rezaré
para que se deshaga el maleficio”. Se trataba de un eclipse, que él sabía que
se produciría y que asustó convenientemente a los atacantes.
¿En qué medida es Colón responsable del exterminio de
indígenas? “Hay dos civilizaciones que entran en contacto y una es más fuerte
que la otra –responde Ruiz-Domènec–. Colón impuso prácticas esclavistas a una
población india que no estaba acostumbrada a los trabajos de plantación. Esta
es la parte consciente y malvada. Pero no comparable a la de los conquistadores
como Pizarro o Cortés. De hecho, Colón nunca llegó a la América de verdad, como
buen navegante merodeó los mares que circundan el continente. Llamarle genocida
es exageradísimo. No hay ninguna civilización pacífica en un encuentro
cultural. Como dice Stephen Hawking, si llegan los extraterrestres, vendrán a
colonizarnos. No podemos utilizar las palabras para cualquier cosa, un acto
genocida es lo que hizo el gobierno alemán con los judíos o los turcos con los
armenios. Europa tiene que avergonzarse de cómo se comportó con los indios,
pero no es de recibo cargárselo todo a Colón”. Para él, la causa principal del
exterminio es que “trajeron todas las enfermedades europeas, que produjeron
mortalidades brutales. Las epidemias mataron más que los soldados”.
Varela dice que “tuvo una gran fe en sí mismo” y que fue “un
ególatra” y “un pésimo gobernante, por lo que le destituyeron de sus cargos en
las Indias”. La cosa acabó “con los alguaciles y el virrey metiéndole los
grilletes y mandándolo de vuelta a España de malos modos”, ilustra
Ruiz-Domènec. “Fue cruel, mataba al que le caía mal –apunta Varela–, como su
propio cuñado, no tenía escrúpulos, mandó degollar a unos españoles porque no
le trajeron la cantidad de aves que él esperaba en una cacería, echaba los
perros a los nativos y su oro fueron los indígenas, que traía a Europa como
esclavos. Trató mal a nativos y colonos. Y usó el concepto de guerra justa,
acusando de caníbales a los pueblos que quería sojuzgar”.
Sobre el monumento barcelonés, Varela dice que “lo erige,
mediante colecta, la burguesía catalana, agradecida por todos los negocios que
ha hecho en América. Por eso hay tantos signos y escudos de Barcelona y
Catalunya” y personajes catalanes como el fraile Bernat Boïl o el cosmógrafo
Jaume Ferrer.
Tras ser condenado, “para que los reyes le perdonaran, se
disfrazó con un hábito franciscano, símbolo de humildad, y les fue a suplicar
clemencia, con éxito. Sabía cómo adular a su reina, a la que enviaba regalos
muy personales. Nadie duda que entre Colón e Isabel existió complicidad,
incluso hay novelas que los presentan como amantes. Desde luego, nunca
estuvieron enamorados. Imposible: la Católica bebía los vientos por su marido, y
el almirante sólo se quiso a sí mismo”.