Una brigada de 16 personas restaña las heridas infligidas a
los ricos fondos de la Biblioteca Nacional, donde reside la historia de España
Ejemplar, muy deteriorado, de la colección de obras de San
Agustín comentadas por Erasmo de Rotterdam, impresa en Basilea en 1527. A cargo
de la restauradora Luz Díaz (Emilia Gutiérrez)
FERNANDO GARCÍA, Madrid
Es que me encanta este trabajo!”. Ángel Gómez Pinto lleva 30
años bregando en el departamento de Preservación y Conservación de Fondos de la
Biblioteca Nacional: el quirófano de los libros que habitan la institución
cultural más antigua de España. El veterano artesano ha sido dos veces ganador
del Premio Nacional de Encuadernación, y por sus manos han pasado –entre otros
miles de obras- los dos códices de Leonardo da Vinci que la Biblioteca atesora
en su cámara acorazada y que hace cinco años, en su cuarto centenario, restauró
y exhibió para admiración del mundo. Pese a la relevancia de su labor y aun
cuando acumula diez trienios, el salario de Gómez Pinto no alcanza los 1.200
euros al mes, cantidad que complementa dando clases. “¡Es que este trabajo me
encanta!”, insiste.
Hay amor al arte, y a las letras, en los laboratorios donde
los dieciséis miembros de los equipos de restauración y conservación de la BNE
(Biblioteca Nacional de España es el nombre completo) se afanan en restañar las
heridas que el tiempo y los agentes ambientales, así como algunas meteduras de
pata humanas en tiempos de menor cuidado, han infligido a una parte de los
alrededor de 33 millones de textos, mapas, fotos, archivos sonoros y demás
documentos depositados en los dos grandes emplazamientos de la entidad: el
enorme edificio neoclásico que ocupa la manzana entre el paseo de Recoletos y la
calle Serrano junto a la plaza de Colón de Madrid, y la sede de Alcalá de
Henares.
La visita al hospital de la Biblioteca, en Recoletos,
empieza en los dominios de Luis Crespo, restaurador con 29 años de experiencia
que en este momento se ocupa de limpiar unos mapas de Catalunya de 1936 y unos
carteles de los 50 y 60, entre ellos uno de Calisay, otro de Terry y otro que
anuncia a Manolo Caracol.
Crespo ha llevado a la BNE las técnicas que aprendió de los
maestros japoneses durante un curso formativo en Fukuoka. Sus innovaciones
incluyen el uso de geles naturales y algas como el agar-agar y el funori,
empleado para limpiar kimonos. También se vale de tablas de secado ligerísimas
como las que los nipones utilizan en los biombos; de brochas variadísimas
desarrolladas a lo largo de 600 años, unas para batir papel, otras para encolar,
otras para aplicar agua... Pero en lo que más incide este restaurador es en
“recuperar la figura del artesano/científico”. En su caso, esto se traduce en
aprender a observar el color, el olor y la textura de cada mezcla, sin depender
de una balanza para todo, a la hora de elaborar sus gomas y líquidos
limpiadores.
La combinación de técnicas tradicionales y modernas,
incluidas algunas tan punteras como la nanotecnología o las basadas en el uso
de enzimas, busca eliminar la suciedad de los documentos envejecidos sin
dañarlos lo más mínimo: primero con las gomas especiales y después mediante una
delicada maniobra de humedecimiento y absorción por capas. Es quizá la fase más
visible y agradecida de la restauración.
octubre. Los planos, firmados por Clouet, son de 1776 y se
completan con didácticos textos y dibujos en las viñetas que sirven de
contorno. La Biblioteca compró las piezas –procedentes de una casa particular–
ejerciendo el derecho estatal de tanteo en una subasta pública: una práctica
habitual.
De esta colección de mapas faltaba el de Europa, del que sin
embargo enseguida se hallaron restos adheridos al de África en chapuceros
pegotes con los que algún incauto trató de parchear trozos perdidos. El
cometido de la restauradora pasa por quitar los parches y recubrir las
cavidades con un papel lo más parecido al original para luego entonarlo, es
decir, igualar su color al de la zona dañada. Para ello recurre a una depurada
técnica de injerto que, sobre una base de papel muy fino que se une al reverso
para proteger el mapa y facilitar su manejo, ya va logrando disimular las
fracturas en todo lo que es posible.
personas –con participación de una empresa externa- y es una
de las últimas operaciones de prestigio a cargo de la brigada de la BNE que
dirige Fuensanta Salvador.
No lejos de Bescansa, el especialista en incunables Arsenio
Sánchez estudia el manuscrito Descripción de las costas de Sicilia, volumen del
siglo XVIII procedente de la colección de Felipe V, fundador de la Biblioteca
en 1712. El texto acaba de llegar a su mesa y presenta varios problemas típicos
de estas obras: “Las tintas son de óxido de hierro mezclado con ácidos
vegetales, goma arábiga, agua, vino... Cuando hay demasiado hierro, el óxido
oscurece la tinta y deteriora el papel, mientras que si hay un exceso de ácido
la tinta palidece”. Pese a intensas investigaciones en los últimos decenios, no
hay cura para estos males. “Lo que hacemos es estabilizar las hojas
adhiriéndolas a un determinado tipo de papel (muchas veces japonés) pero sin
añadir humedad que reavive las reacciones”, explica. Y luego nos muestra un
manuscrito carcomido por algún bicho de los que se alimentan de papel
(bibliófagos), entre los cuales los anobios –vulgarmente carcomas, según la
RAE– son los más temibles.
La clave para que los documentos infectados no recaigan está
en unas buenas condiciones de almacenamiento. La BNE cuenta con medio centenar
de plantas de depósito, de las que la General –con unos cuatro millones de
obras de los siglos XVI al XXI dispuesta en 12 pisos– es el principal origen de
los libros a operar. Humedad, temperatura y luz se vigilan y regulan con
cuidado en cada depósito, donde también se colocan trampas a base de feromonas
para detectar y prevenir la visita de algún insecto, aunque antes de almacenar
ningún documento procedente de compras o donaciones se comprueba que no alberga
ninguno de estos indeseables seres.
La finalidad primordial de toda restauración consiste en
estabilizar y recuperar obras en mal estado de conservación y permitir su
consulta y exhibición pública; eso sin perjuicio de lo que cualquiera pueda ver
y leer en las versiones digitalizadas, ya cuantiosas tras un decenio de
desarrollo del programa correspondiente, creado en el 2008: el mismo año de
construcción de la cámara acorazada que, en dos metros cuadrados, guarda joyas
como los códices de Leonardo, el Cantar de Mío Cid o la Biblia de los Pobres,
más algunos dibujos de Velázquez.
La restauración y encuadernación, que cada año salva unas
4.000 obras de la BNE, es también investigación. Porque el papel, y no sólo su
contenido, habla y enseña Historia. Luz Díaz, especialista en identificación de
obras deterioradas y únicas, puede pasar horas explicando cómo el tránsito del
papel de lino o algodón al de pasta de madera, paralelo a la sustitución de los
procesos artesanales por los industriales en el siglo XIX, no sólo revolucionó
la producción editorial al abaratarla y masificarla; también dio lugar a una
enorme variedad de calidades, unas longevas y otras enfermizas.
Menos mal que alguien cuida de nuestros libros: nuestra
historia.