El Museo Thyssen inaugura el 20 de junio una impresionante
exposición, comisariada por Fernando Checa, dedicada a los maestros venecianos
del siglo XVI y su revolución del color.
Un debate divide la historia del arte en Occidente desde el
Renacimiento. La vieja polémica de si la pintura era una disciplina hermanada
con los sentimientos y la vista o una instrucción que debía estar incardinada
al pensamiento y el trazo del dibujo enfrentó a la pléyade de creadores que
surgieron durante el Quattrocento y el Cinquecento. Florencia, cuna del poder
de los Medici, la urbe que había presenciado la irrupción de Botticelli,
Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, y Roma, sede del papado y la teología
cristiana, apostaron por el diseño, por la tiranía de la línea. Sin embargo,
Venecia, la ciudad de San Marcos, la capital europea que miraba a Oriente, con
su aire cosmopolita prefirió vincularse con los pintores que abogaban por la
exhuberancia del color y la atracción de la sensualidad. «Ellos crean un nuevo
ideal de belleza y se apoyaron en las posibilidades que les daba la paleta.
Cuando evolucionan, el color se diluye, se torna más dramático y ya casi son
manchas. En este punto, la pintura veneciana permite casi la abstracción, que
es lo que influye en el siglo XX. A partir de aquí hay una corriente que pasa
por Velázquez y Rubens, en la que están incluidos Rembrandt, Rothko y Bacon.
Esta destrucción de la pintura que vaticinan esos cuadros tiene que ver con la
construcción de la pintura moderna, con Goya y Delacroix». Fernando Checa, ex
director del Museo del Prado, comisaría la exposición «El Renacimiento en
Venecia. Triunfo de la belleza y destrucción de la pintura» que el Museo
Thyssen Bornemisza inaugurará el próximo 20 de junio. Es un minucioso recorrido
que, partiendo de las colecciones de un lienzo de Veronés procedente del
Palazzo Ducale, que, por primera vez en su historia, sale de Italia –y que se
exhibe, formando un impresionante tríptico, junto a «Venus y Adonis» y «Céfalo
y Procris», del mismo artista, dos telas, la primera del Prado y la segunda
procedente de Estrasburgo, que se exponen juntas después de treinta años–;
«Retrato de un hombre joven», de Lorenzo Lotto, de la Galería de la Academia de
Venecia, uno de los mejores retratos de este periodo; «Retrato de una mujer (La
Bella), de Tiziano, de los Uffizzi; o el magnífico «Retrato de Franceso Maria della
Rovere, duque de Urbino», también de Tiziano y también de los Uffizzi, uno de
los primeros óleos que se atrevían a pintar los reflejos de las armaduras. La
leyenda cuenta que, debido a esta tela, Carlos V, aconsejado por sus asesores,
se atrevió a posar con una armadura ante este maestro. «Lo que intento reflejar
es el ideal de belleza que se creó en Venecia, primero a través de la propia
ciudad y, posteriormente, concentrándose en el hombre. Por eso, al principio
del recorrido se ha incluido esa galería de jóvenes melancólicos, aficionados a
la música, que es como se representaba la belleza en esta época. Luego
abordamos esta temática en la mujer, que es la gran sala en la que tiene, sobre
todo, como protagonista a Venus y las llamadas bellas pecadoras», explica
Checa.
El recorrido comienza con una pintura arqueizante, con algo
de medieval, de Gentile Bellini: «Retrato del dux Giovanni», una tabla con
restos de dorado que alude a uno de los patriarcas de la pintura veneciana; y
prosigue con tres talas de Tintoretto que son casi un contrapunto, un eco de
las cumbres que alcanzarían los pintores venecianos. «La influencia de todos
ellos, de los logros que consoguieron con su cromatismo se puede entrever en
Quevedo, que conoció a Velázquez. En un poema que dedica al pincel, habla de
las “manchas distantes”», aclara Checa.
La exposición tiene un antes y un después en una sala
dominada por dos retratos, los dos muy distintos, los dos con las señas de
identidad de sus creadores: el mencionado «Retrato de un joven en su estudio»
de Lorenzo Lotto, y una pieza excepcional que ha prestado para esta ocasión el
Szépmüvészeti Museum de Budapest: «Retrato de un joven», de Giorgione, uno de
los artistas más misteriosos y que más literatura ha inspirado. El autor de «La
tempestad» fue maestro de Tiziano y a través de esta obra puede apreciarse esa
veladura que suele bañar sus composiciones, dotándolas de una atmósfera
extraña, inusual, pero sugerente. El lienzo, situado entre una obra de
Bernardino Licino y otra de Giovanni Cariani, sobresale por sí sola, a pesar de
la corta distancia que le separa del margnético «retato de un hombre con
sombrero de pluma» de Moretto de Brescia.
El gran cambio
La exposición también es una oportunidad para apreciar la
evolución del retrato en el siglo XVI entre estos artistas. Al principio son
cuadros de dimensiones más modestas, pero la irrupción en la escena pictórica
de Tiziano cambiará el panorama inmediatamente. «Este pintor lo es todo. Él es
quien aumenta el tamaño de los cuadros y, también, altera la relación con el
público a través de la mirada, de introducir más movimiento, de dotar de mayor
vida a sus trabajos. Ya no es como antes; con él aumenta la expresividad y la
profundidad», explica Checa.
Estas características quedan patentes en «Retrato de
Francesco Maria della Rovere», una imagen sin paliativos del poder y de la
influencia que poseía en ese momento el duque de Urbino. Su rostro ceñudo, su
armadura salpicada de brillo y el gesto arrogante, desafiante, interpela a
quien lo observa con detenimiento. «Suponía un verdadero reto para el pintor,
con esos reflejos rojos. Es una obra extremadamente cuidada», concluye Checa.