sábado, 17 de junio de 2017

Venecia, la destrucción de la pintura comenzó aquí



El Museo Thyssen inaugura el 20 de junio una impresionante exposición, comisariada por Fernando Checa, dedicada a los maestros venecianos del siglo XVI y su revolución del color.



Un debate divide la historia del arte en Occidente desde el Renacimiento. La vieja polémica de si la pintura era una disciplina hermanada con los sentimientos y la vista o una instrucción que debía estar incardinada al pensamiento y el trazo del dibujo enfrentó a la pléyade de creadores que surgieron durante el Quattrocento y el Cinquecento. Florencia, cuna del poder de los Medici, la urbe que había presenciado la irrupción de Botticelli, Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, y Roma, sede del papado y la teología cristiana, apostaron por el diseño, por la tiranía de la línea. Sin embargo, Venecia, la ciudad de San Marcos, la capital europea que miraba a Oriente, con su aire cosmopolita prefirió vincularse con los pintores que abogaban por la exhuberancia del color y la atracción de la sensualidad. «Ellos crean un nuevo ideal de belleza y se apoyaron en las posibilidades que les daba la paleta. Cuando evolucionan, el color se diluye, se torna más dramático y ya casi son manchas. En este punto, la pintura veneciana permite casi la abstracción, que es lo que influye en el siglo XX. A partir de aquí hay una corriente que pasa por Velázquez y Rubens, en la que están incluidos Rembrandt, Rothko y Bacon. Esta destrucción de la pintura que vaticinan esos cuadros tiene que ver con la construcción de la pintura moderna, con Goya y Delacroix». Fernando Checa, ex director del Museo del Prado, comisaría la exposición «El Renacimiento en Venecia. Triunfo de la belleza y destrucción de la pintura» que el Museo Thyssen Bornemisza inaugurará el próximo 20 de junio. Es un minucioso recorrido que, partiendo de las colecciones de un lienzo de Veronés procedente del Palazzo Ducale, que, por primera vez en su historia, sale de Italia –y que se exhibe, formando un impresionante tríptico, junto a «Venus y Adonis» y «Céfalo y Procris», del mismo artista, dos telas, la primera del Prado y la segunda procedente de Estrasburgo, que se exponen juntas después de treinta años–; «Retrato de un hombre joven», de Lorenzo Lotto, de la Galería de la Academia de Venecia, uno de los mejores retratos de este periodo; «Retrato de una mujer (La Bella), de Tiziano, de los Uffizzi; o el magnífico «Retrato de Franceso Maria della Rovere, duque de Urbino», también de Tiziano y también de los Uffizzi, uno de los primeros óleos que se atrevían a pintar los reflejos de las armaduras. La leyenda cuenta que, debido a esta tela, Carlos V, aconsejado por sus asesores, se atrevió a posar con una armadura ante este maestro. «Lo que intento reflejar es el ideal de belleza que se creó en Venecia, primero a través de la propia ciudad y, posteriormente, concentrándose en el hombre. Por eso, al principio del recorrido se ha incluido esa galería de jóvenes melancólicos, aficionados a la música, que es como se representaba la belleza en esta época. Luego abordamos esta temática en la mujer, que es la gran sala en la que tiene, sobre todo, como protagonista a Venus y las llamadas bellas pecadoras», explica Checa.
El recorrido comienza con una pintura arqueizante, con algo de medieval, de Gentile Bellini: «Retrato del dux Giovanni», una tabla con restos de dorado que alude a uno de los patriarcas de la pintura veneciana; y prosigue con tres talas de Tintoretto que son casi un contrapunto, un eco de las cumbres que alcanzarían los pintores venecianos. «La influencia de todos ellos, de los logros que consoguieron con su cromatismo se puede entrever en Quevedo, que conoció a Velázquez. En un poema que dedica al pincel, habla de las “manchas distantes”», aclara Checa.
La exposición tiene un antes y un después en una sala dominada por dos retratos, los dos muy distintos, los dos con las señas de identidad de sus creadores: el mencionado «Retrato de un joven en su estudio» de Lorenzo Lotto, y una pieza excepcional que ha prestado para esta ocasión el Szépmüvészeti Museum de Budapest: «Retrato de un joven», de Giorgione, uno de los artistas más misteriosos y que más literatura ha inspirado. El autor de «La tempestad» fue maestro de Tiziano y a través de esta obra puede apreciarse esa veladura que suele bañar sus composiciones, dotándolas de una atmósfera extraña, inusual, pero sugerente. El lienzo, situado entre una obra de Bernardino Licino y otra de Giovanni Cariani, sobresale por sí sola, a pesar de la corta distancia que le separa del margnético «retato de un hombre con sombrero de pluma» de Moretto de Brescia.
El gran cambio
La exposición también es una oportunidad para apreciar la evolución del retrato en el siglo XVI entre estos artistas. Al principio son cuadros de dimensiones más modestas, pero la irrupción en la escena pictórica de Tiziano cambiará el panorama inmediatamente. «Este pintor lo es todo. Él es quien aumenta el tamaño de los cuadros y, también, altera la relación con el público a través de la mirada, de introducir más movimiento, de dotar de mayor vida a sus trabajos. Ya no es como antes; con él aumenta la expresividad y la profundidad», explica Checa.
Estas características quedan patentes en «Retrato de Francesco Maria della Rovere», una imagen sin paliativos del poder y de la influencia que poseía en ese momento el duque de Urbino. Su rostro ceñudo, su armadura salpicada de brillo y el gesto arrogante, desafiante, interpela a quien lo observa con detenimiento. «Suponía un verdadero reto para el pintor, con esos reflejos rojos. Es una obra extremadamente cuidada», concluye Checa.




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