El Führer
disfrazó sus pretensiones invasoras demostrando su interés por los eventos
culturales.
A mediados
de julio de 1939 Europa estaba aterrada ante la amenaza de guerra, cuyo
detonante serían Danzig y el «corredor polaco», viejas heridas que el tratado
de Versalles había inferido a Alemania: en favor de Polonia el Reich fue
desposeído de territorios donde la mitad de la población era alemana; aún
escocía más el estatuto de «ciudad libre» de Dánzig, la gran ciudad industrial
y comercial del Báltico, prusiana desde el siglo XVIII y con cerca de 400.000
habitantes, alemanes en un 95% y no menos lacerante era el «corredor polaco»,
que rompía la continuidad territorial alemana, separándola de Prusia Oriental.
Mientras se
convertía en una amenaza, Hitler disfrazó sus pretensiones y suscribió con
Polonia un Pacto de No agresión. Las relaciones se avinagraron en 1938, cuando
Berlín propuso inútilmente a Varsovia abrir un pasillo de comunicación a través
del «Corredor». La tensión subió cuando, en abril de 1939, Hitler denunció el
Pacto de No Agresión y exigió la devolución de Dánzig y, de nuevo, el pasillo a
través del corredor. Varsovia lo rechazó y recibió de Londres y París apoyo,
actitud que le sentó a Hitler como una bofetada: puso en marcha un plan de
ataque a Polonia, en clave «Fall Weiss» (Caso Blanco), y manifestó a sus
militares que Danzig sería el pretexto y, tras él, Polonia. Y mientras Londres
y París se atascaban en un acuerdo que incluyera a Moscú en las garantías del
«status» polaco, Hitler trabajaba para adelantárseles en un tratado con Stalin.
La crisis
era engañosa: en julio de 1939 Europa temblaba, pero, aparentemente, todo
estaba en calma. Hitler, para evitar filtraciones, nada comunicó a sus aliados
italianos y japoneses, e, incluso, enmascaró sus propósitos disminuyendo la
producción de armamento, mantuvo los permisos militares y se dedicó al turismo
cultural.
Visitó la
fábrica Volkswagen, asistió en Viena a la semana del teatro del Reich, que
estrenó «Friedenstag» de Strauss; aprovechó para visitar la tumba de su
sobrina, Geli Raubal, que se había suicidado en 1931, y regresó a los lugares
de su infancia y juventud, con especial atención a Linz y a sus proyectos
museísticos. De vuelta a Alemania, visitó la factoría de Heinkel en Meklenburgo
y presenció las pruebas del H.176, el primer avión a reacción. En Múnich
asistió a la «Exposición de arte Alemán, 1939». Se recluyó unos días en el
Berghof, su residencia alpina, donde alternó paseos con discreta actividad
política: recibió al gobernador de Dánzig, al que aleccionó para que elevara la
tensión «sin llegar al límite»: alemanes maltratados por polacos, negocios
germanos perjudicados, abusos administrativos... el rosario de ofensas que tan
buen juego diera un año antes en la cuestión de los Sudetes, que sirvió para
descoyuntar Checoslovaquia.
Temibles
cañones
Asimismo,
ordenó que el anticuado acorazado Schleswig-Holstein, buque escuela de la
Kriegsmarine, realizase una visita de buena voluntad a Dánzig... solo que en
vez de sus habituales 175 guardiamarinas llevaría expertos artilleros para
manejar los temibles cañones de 280 mm. del buque y un grupo de asalto de 250
hombres. Del 25 de julio al 2 de agosto se alojó en la residencia de los Wagner
en Bayreuth para la temporada de ópera, y vio «El holandés errante», «Tristán e
Isolda», «La Valquiria» y «El crepúsculo de los dioses».
Pero, de
incógnito y utilizando su nuevo avión Focke-Wulf Cóndor, viajó a Berlín. Examinó
con su ministro de Exteriores las negociaciones con la URSS y, para acelerar el
acuerdo, accedió a tener en cuenta «los intereses de la URSS» en el Báltico.
Vio con los militares que el «Plan Fall Weiss» estuviera listo el 26 de agosto;
para enmascarar la concentración de fuerzas en Prusia Oriental, que alarmaría a
los polacos, organizaron una conmemoración del XXV aniversario de la batalla de
Tannenberg en la que Hindenburg aplastó a dos ejércitos rusos. Y, de paso,
aprobó la serie de incidentes ideados por Göbbels para responsabilizar a
Varsovia de la ruptura de hostilidades...
No se
advirtió su ausencia de Bayreuth. Esa noche asistió a la ópera vestido con
esmoquin blanco que le incomodaba. La música de Wagner le sirvió de tapadera
para supervisar la línea Sigfrido en Saarbrüken y quedó satisfecho: contendría
a los franceses si atacaban a Alemania mientras él aplastaba Polonia.
Cortinas de
humo
El
enmascaramiento de Hitler fue tan eficaz que William Shirer, el famoso
corresponsal de la CBS en Berlín, viajó a Londres para coordinar la información
de su cadena por si ocurría algo y lo más interesante fueron sus partidos de
golf. El 14 de julio comentaba: «Después de haber estado oyendo a mis amigos
del partido laborista tronar en el Parlamento contra el alistamiento
obligatorio y a los conservadores expresar esperanzas de un futuro
apaciguamiento, ha sido para mí un alivio oír que mi caddy exclama en un
cerrado acento cockney: “Yo diría que uno de estos días tendremos que darle una
buena somanta al tal Hitler“». («Diario de Berlín, 1934/1941», Debate,
Barcelona, 2008)