Este 2017 se cumplen 80 años de la entrada en servicio de
una de las naves más robustas de las Fuerzas Aéreas del Ejército de los Estados
Unidos (USAAF)
Los diferentes modelos del B-17 «Flying Fortress» arrojaron
miles de toneladas de bombas sobre la vieja Europa y el Pacífico contra
objetivos concretos y a plena luz del día
Pulsa sobre los puntos para explorar el interior del
aparato, o en las flechas ubicadas a izquierda y derecha de la pantalla del
gráfico interactivo para moverte entre las diferentes pantallas (estructura;
armamento; defensas y roles de los tripulantes)
MANUEL P. VILLATORO
Fue más que un avión. El B-17 se convirtió en un símbolo de
los EE.UU. Una representación de su resistencia ante el enemigo. Robert Morgan,
capitán de uno de estos mastodontes aéreos, los definió así: «Fue el bombardero
de la Segunda Guerra Mundial. Ni los británicos, ni los rusos ni los japoneses
tuvieron algo parecido». No le faltaba razón. De una gigantesca envergadura, el
mencionado aparato arrojó unas 640.000 toneladas de explosivos sobre objetivos
europeos, el 40% de todos los bombardeos realizados por los Estados Unidos en
la región (una cifra que varía atendiendo a las fuentes).
A su vez, el estar equipado en sus últimos modelos con hasta
13 ametralladoras de calibre .50 le permitió convertirse en un auténtico búnker
aéreo capaz de repeler los ataques de los cazas de la Luftwaffe. O más bien una
«Fortaleza Volante», apodo por el que se hicieron conocidos durante el
enfrentamiento los casi 13.000 aparatos ensamblados.
Los B-17 (cuya entrada en servicio se produjo en 1937, hace
80 años) fueron ideados para llevar a cabo unas misiones nunca vistas hasta
entonces: lanzar bombardeos de precisión sobre objetivos militares industriales
específicos durante el día. De esta forma asfixiaron a la industria nazi e
impidieron que Albert Speer (ministro de armamento de Hitler) suministrara
suficientes cazas a la Luftwaffe como para mantener la supremacía aérea en
Europa. Sus vuelos, además, destrozaron la moral del enemigo y redujeron la
presión que la Kriegsmarine (la armada germana) ejercía sobre los aliados en el
Atlántico. Aunque es cierto que los tripulantes corrían un grave riesgo (tanto
que se ofreció a aquellos que completaran 25 misiones regresar a sus casas) los
314.000 dólares que se invirtieron en ensamblar cada B-17G (la versión más
moderna y popular al sumar 8.860 aviones construidos) dominaron los cielos y se
convirtieron en un auténtico quebradero de cabeza para los nazis.
Los inicios
Explicar el origen del B-17, el colosal aparato que dejó
caer toneladas de explosivos sobre Europa y Asia, requiere retroceder en el
tiempo hasta 1926. Fue ese año cuando el Estado Mayor del Ejército entendió que
sus antiguas fuerzas aéreas necesitaban una modernización en lo que a
bombarderos se refiere. Así lo afirma, al menos, William N Hess (historiador de
la «American Fighter Aces Association» y miembro de la tripulación de una de
estos aparatos en la Segunda Guerra Mundial) en su libro «B-17 La Fortaleza
Volante»: «En 1930, el Cuerpo Aéreo del Ejército invitó a los fabricantes
aeronáuticos de los EE.UU. a que le enviaran ofertas para la construcción de un
moderno bombardero pesado».
Inmediatamente
comenzaron los trabajos sobre el Modelo 299 de la Boeing»
Hasta media
docena de empresas respondieron a este llamamiento. O más bien, a esta
tentativa previa del ejército para conocer si el mercado podía responder a sus
expectativas. Sabedores de que era posible dar el salto tecnológico que las
fuerzas aéreas necesitaban, los mandamases del Estado Mayor dieron luz verde al
proyecto y seleccionaron únicamente a dos compañías para enfrentarse por el
privilegio de ensamblar el bombardero definitivo de los EE.UU. Estas fueron la
Boeing y la Martin. En una reunión posterior (secreta, eso sí, pues no les
gustaba la idea de gritar a los cuatro vientos sus planes) les explicaron a las
competidoras las directrices a las que debían someterse durante el diseño.
«Los
ingenieros de Boeing se pusieron inmediatamente a trabajar en el nuevo diseño»,
explica Hess. La empresa, por entonces una compañía bastante pequeña, ideó un
aparato de cuatro motores y más de 45 metros de envergadura que llamó XBLR-1.
La idea cautivó a los militares, que pusieron sobre la mesa un contrato a la
compañía para impulsar la creación de este ingenio aéreo (todavía un embrión
que solo estaba sobre planos) bajo el nuevo nombre castrense de XB-15. Aquel
sería el germen del futuro B-17, la mítica «Fortaleza Volante».
Un nuevo
coloso
Con todo, el
diseño del XB-15 se ralentizó cuando la Boeing recibió una nueva propuesta del
ejército en la que se le proponía un «concurso» con otro tipo de
especificaciones. Movida por las ventajas que ofrecía construir cuantos más
aviones mejor para las fuerzas aéreas, la compañía aceptó el reto y empezó a
trabar en un modelo diferente: el 299. Un híbrido entre el XB-15 y el ya
popular avión de pasajeros Boeing 247 (cuyo primer vuelo se había hecho en 1933).
Este, como ya podrá suponerse, sí fue el futuro B-17. En este caso, los
militares buscaban un bombardero de largo radio de acción (con la capacidad de
recorrer miles de kilómetros de forma autónoma) y que pudiese ser construido
rápidamente, algo que no sucedía con el XB-15. El objetivo: defender Alaska y
Hawai.
«Inmediatamente
comenzaron los trabajos sobre el Modelo 299 de la Boeing. Un avión tetramotor
totalmente metálico. Con un diseño estilizado, una envergadura de 31,40 metros
y una longitud de 20,72 metros, sus cuatro motores Pratt and Whitney de 200
caballos se impulsarían por el aire a la velocidad de 376 kilómetros por hora.
El alcance sería de 4.800 metros. Ya estaba en construcción el prototipo del
B-17», añade el experto en su obra. La nave se diseñó y se ensambló bajo
absoluto secreto y sus piezas fueron transportadas ocultas bajo gigantescas
lonas. Lógico. Al fin y al cabo había mucho dinero en juego, y un espía de una
compañía ajena podía dar al traste con semanas de investigación.
El proyecto
se mantuvo encubierto hasta el 28 de julio de 1935, cuando el aparato
resultante hizo su primer vuelo. Posteriormente, el 20 de agosto de ese mismo
año, el todavía B-299 levantó el vuelo para dirigirse hacia Wright Field, donde
competiría en una especie de «carrera de obstáculos» contra las naves ideadas
por las compañías Martin y Douglas. En este trayecto batió todos los récords.
«No había allí nadie para recibirle porque los oficiales del Air Corps no se
imaginaban que pudiera llegar hasta por lo menos dos horas después», añade
Hess. Aunque las pruebas no salieron precisamente a pedir de boca (un fallo
humano provocó que se estrellase el 30 de octubre), el ejército solicitó un
total de 13 aviones a la Boeing. Un número, con todo, bastante inferior a los
70 que se habían barajado en un principio.
Para
entonces un periodista ya lo había apodado la «Fortaleza Volante», y el
sobrenombre fue bien acogido. Algún tiempo después la prensa se empezó a hacer
eco de sus bondades y las difundió mediante mensajes como el de Graham McNamee
en el boletín Universal Newsreel: «El bombardero más veloz, de mayor tamaño y
autonomía que se haya construido efectúa sus primeros vuelos de prueba hoy en
Seattle. Cinco hombres tripulan el avión, y una torreta de disparo de nuevo
diseño permite que el artillero dispare en todas direcciones. Como arma de
destrucción, es casi increíble que con una tonelada de bombas pueda cubrir
4.800 kilómetros sin repostar. Se realizarán más pruebas antes de que se acaben
los otros 12 aviones encargados». El mismo reportero también hizo referencia en
dicha noticia al accidente, aunque rebajando la tensión que -en principio-
provocó.