El arte de estar solo
Frente al hormiguero donde el individuo no cuenta por sí
mismo, sino en función del dinamismo impersonal de la masa (tal y como
prefiguró Kafka), he aquí una defensa del arte de la soledad voluntaria.
En el tren. ¿Auriculares? No, gracias. Le gustaría a uno
permanecer a solas con sus pensamientos, recrear de vez en cuando la mirada en
las formas huidizas del paisaje y abismarse, a ratos, en la lectura del
periódico o de un libro. Todas estas son actividades lentas, de muy baja
densidad acústica. Se practican, además, dentro de una membrana invisible, con
propiedades aislantes, llamada soledad. Dichas actividades resultan de
costumbre incómodas, incluso desazonantes, para las personas que atraviesan la vida
con un saco de desasosiego sobre la espalda, con mayor razón para aquellas que
consideran aburrido lo que no se mueve, no suena, no emite resplandores
cambiantes. A los pocos minutos de iniciado el viaje, uno comprende el grave
error que ha cometido al rechazar los auriculares. No bien empiezan a graznar
aquí, ahí y allá los móviles, cae uno en la cuenta de que los auriculares
sirven para algo más que para escuchar la música y los diálogos de la película
de turno. Los auriculares pueden asimismo cumplir la función de tapones
insonorizadores.
En el asiento posterior, un viajero derrama su intimidad en
voz alta. Quizá crea que su cháchara confidencial desaparece dentro de su
teléfono móvil como por la rejilla de un desagüe, sin pasar por el filtro
involuntario de otros tímpanos. Se equivoca. Todo el vagón podría enterarse de
sus bagatelas privadas a excepción de los viajeros que, como él, están
enfrascados asimismo en pláticas similares. Con una punta de malicia, me dedico
a contarle las faltas gramaticales al señor, sus anacolutos y pleonasmos, sus
frases truncas, sus muletillas y otros destrozos lingüísticos. El trato que les
dispensa a las concordancias raya en la crueldad.
Bien pudiera suceder que estos congéneres circundantes, como
esos otros que al llegar a sus casas se apresuran a conectar la radio, a
encender el televisor, tratando de protegerse de la tortura del silencio, sean
felices. En tal caso habría que dejarlos disfrutar en paz su sobredosis
cotidiana de ruido y su necesidad incesante de comunicación y compañía. Aquí no
viene uno a escribir en el periódico para amonestar a nadie por sus deseos
colmados. Pues eso faltaba. No existe cosa más antipática que confeccionar un
ramo de argumentos contra la satisfacción ajena. Lo cual no quita para constatar
que a menudo la gente puede ser bastante invasiva y que perderla de vista,
hasta donde esto sea posible en el mundo moderno, conduce con frecuencia al
placer. Francamente, no tiene uno estómago para ignorar que la soledad
indeseada implica dolor. Hay estudios que la asocian con diversas enfermedades,
no solamente mentales. Estar solo es una delicia a condición de disponer del
gobierno pleno de la propia soledad, cuando esta consiste en el retiro ameno y
temporal del que hablaba el poeta; en el sitio, a fin de cuentas, al que uno
acude por su propio pie en procura de reposo, de reflexión, y a entablar
coloquios con su conciencia.
Estar solo por imposición, en una celda de aislamiento, en
el desierto vasto, en el desamor o en el exilio, no favorece la práctica de
actividades conducentes a la mejora de la calidad humana; aunque, ojo, nunca se
sabe. Tengo entendido que Antonio Escohotado aprovechó unas vacaciones
carcelarias en la penitenciaría de Cuenca para escribir la Historia general de
las drogas. No es raro que la dicha resulte del empeño intelectual y de una
administración adecuada del tiempo. Como se sabe, Franz Kafka acertó a sacarle
provecho literario a la figura del individuo a quien le está vedada la soledad.
En sus fábulas prefiguró los infiernos sociales del siglo XX, tanto los de
naturaleza nacional-identitaria como los colectivistas, coincidentes unos y
otros en su propósito de privar al hombre de creatividad y, por consiguiente,
de señas singulares. Me refiero al hormiguero donde el individuo no cuenta por
sí mismo, sino en función del dinamismo impersonal de la masa. Se fomentan
entonces los desfiles, las concentraciones multitudinarias, los controles
burocráticos, lo que sea con tal de abolir la intimidad, terreno propicio para
el pensamiento incontrolable y, por tanto, para la disidencia.
Confieso que no me alcanza la imaginación para concebir al
hombre culto que no domine el arte de la soledad voluntaria. La soledad bien
puede consistir en un estado de ánimo, compatible con la presencia de otras
personas en rededor. Que se lo pregunten, si no, a los escritores de café (a
José Hierro, que componía poemas en un bar), capaces de aislarse de los ruidos
ambientales y no distraerse con el murmullo de las conversaciones, menos
molesto cuanto más general. A la manera de Antonio Escohotado, el hombre puede
introducir una soledad tolerable y productiva en otra forzosa y yerma. Estar
solo es algo más que estar sin nadie en las proximidades. Es, antes que nada,
la capacidad de acogerse en cualesquiera circunstancias a un mundo interior
propio. Abrigo el convencimiento de que abunda entre la gente culta el hábito
de reservarse un espacio sin interferencias ni tutelas, del cual luego el
individuo sale para estar con los demás y, si las cosas vienen bien dadas,
ofrecerles los frutos de su trabajo solitario. ¿Qué frutos? Pongo por caso el
conocimiento nacido de la lectura, quizá la interpretación musical que un
instrumentista ensayó durante muchas horas y acaso muchos días, o las
probaturas que tal vez se coronen con una variante novedosa en el juego del
ajedrez, la solución a un arduo problema matemático o, en fin, un
descubrimiento beneficioso para la humanidad.
Claro que el hombre es un ser social; por eso le conviene
estar de vez en cuando solo a fin de rendir tributo a la laboriosidad y al
talento, que para algo se lo dio la naturaleza y se lo cinceló la educación, y
para acudir a continuación al ágora con algo más que un mero bulto corporal. De
la misma índole social eran Albert Einstein y el más tarugo de la comarca,
aunque este último, movido de su índole gregaria, gustase de participar en
manifestaciones y festejos. Así que en esas estamos dentro del vagón del tren,
determinados a arrebujarnos en una envoltura de grata soledad, en una especie
de burbuja a la medida que ponga sordina a los ruidos cercanos. El tren
contribuye al bienestar con su vaivén suave. La llanura entre amarilla y ocre,
de vegetación escasa, que se observa por la ventanilla al caer de la tarde
invita asimismo al recogimiento. Y por fortuna los viajeros guardan en este
instante un maravilloso silencio, roto de manos a boca, ¡será posible!, por la
musiquilla impertinente de un móvil. A la irritación sucede de inmediato el
sobresalto entreverado de vergüenza, pues compruebo que es mi móvil, en el
bolsillo interior de la chaqueta, el que está sonando. Diga. Ah, ¿eres tú?
Estoy llegando a Zaragoza. Sí. No. Sí.