miércoles, 11 de marzo de 2020

El falsificador que vendía ‘vermeers’ falsos a los nazis


Babelia ofrece un extracto de 'El expolio nazi', de Miguel Martorell, en el que el profesor analiza el saqueo de obras de arte durante el Tercer Reich


Soldados norteamericanos recuperan cuadros en 1945 del castillo de Neuschwanstein, que albergaba las obras robadas




Babelia ofrece un fragmento de 'El expolio nazi' (Galaxia Gutemberg), del profesor Miguel Martorell, sobre el enloquecido mercado artístico de la Europa dominada por el Tercer Reich, donde proliferaron los fraudes artísticos ante la intensa demanda de pinturas de los viejos maestros flamencos, italianos o neerlandeses. Una época llena de marchantes, coleccionistas, falsificadores y timadores dispuestos a hacer negocio.
Pintor correcto, cuya obra original estaba impregnada de un tono simbólico y místico, Han van Meegeren era un hombre resentido porque apenas cosechó éxito a lo largo de su vida. Pero acabaría alcanzando la genialidad como creador de Vermeers. Vermeer fue redescubierto a mediados del siglo xix por el historiador del arte Téophile Thoré, quien escribió en 1866 la primera monografía sobre el pintor. Hasta finales del xix era un artista casi desconocido: todavía en 1881 un coleccionista pudo comprar en una subasta en La Haya La joven de la perla por dos florines y medio. Pero a comienzos del siglo xx su obra se revalorizó hasta alcanzar los precios de Rembrandt, y en el periodo de entreguerras descubrir un Vermeer era para cualquier marchante como hallar el Santo Grial. En los años veinte y treinta aparecieron en el mercado numerosas obras a su estilo, retratos o pinturas de género, falsificaciones o cuadros de época retocados para aparentar que habían salido de su mano. Alguno de ellos procedía del pincel de Van Meegeren. Era el caso de La joven con el sombrero azul, que los Thyssen habían comprado en 1930 al marchante Paul Cassirer. Un trabajo tan hábil y perfecto que Max J. Friedländer lo avaló en su momento, y la autoría real de Van Meegeren no se descubrió hasta los años cincuenta.
Como observó en 1968 Theodore Rousseau, que a estas alturas ya no era el joven oficial de la OSS que perseguía a Alois Miedl al final de la guerra, sino el reputado conservador jefe del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, Van Meegeren, mediocre al pintar en su propio estilo, tuvo un arranque de genialidad cuando lo hizo como si fuera otro. Comprendió que se sabía muy poco sobre la vida de Vermeer, que apenas se conservaban obras de su juventud, y que una de ellas era religiosa: Cristo en la casa de Marta y María. Con estos mimbres, concibió una idea tan audaz como soberbia. En vez de recrear las pinturas de madurez, aquellas de carácter secular y mundano, protagonizadas por hombres o mujeres en espacios domésticos, aprovecharía la ignorancia sobre sus primeros años para forjar toda una etapa en la vida del pintor: la fase bíblica, los Vermeer «que debían de haber existido», una serie limitada de cuadros que el artista habría realizado en su juventud para una iglesia católica clandestina en los Países Bajos, de mayoría protestante en el siglo xvii, y que llegaron a manos de Van Meegeren sin que este precisara jamás cómo había ocurrido.
Sentó las bases del nuevo estilo con La cena de Emaús, que elaboró entre 1936 y 1937, cuyo descubrimiento subyugó a marchantes, coleccionistas y directores de museo de todo el mundo, y que adquirió el Museo Boijmans de Róterdam en 1938 por algo más de medio millón de florines. En los años siguientes aparecieron otras cinco. La última fue Cristo y la adúltera. Desmanteló la impostura en julio de 1945 Joseph Piller, un oficial del ejército neerlandés. Antes de hacerlo público, consultó a varios expertos. El rumor que circulaba hasta la fecha en el mundo del arte era que Van Meegeren, con ayuda de algún cómplice, habría robado los cuadros a un mismo coleccionista. Pero si existían dudas acerca de si Van Meegeren era o no un ladrón, pocos cuestionaron que las pinturas fueran de Vermeer. Hasta el punto de que Van Meegeren, un fascista radical que respaldó a los nazis durante la ocupación, fue acusado de colaboracionista tras la guerra por vender al Tercer Reich obras maestras del patrimonio pictórico neerlandés.
Con el fin de evitar la cárcel, el falsario reconoció que los Vermeer de la etapa bíblica que había colocado en el mercado eran obra suya, un auténtico fraude. Pero el engaño era de tal calidad y tantos expertos habían caído en la trampa que, para su desesperación, casi nadie le creyó o –‍al menos‍– reconoció creerle porque la reputación del mundo del arte neerlandés, que había festejado cada nueva aparición, estaba en entredicho. Pocos estaban dispuestos a reconocer que aquel falsificador excepcional había conseguido engañar a historiadores y críticos de arte, marchantes y galeristas, directores y conservadores de museos. Para demostrar que era el padre de los Vermeer bíblicos, tuvo que pintar una nueva obra de la serie: Cristo en el templo. Solo así convenció a los escépticos y suavizó su condena. Cuando el juicio se celebró en octubre de 1947, el fiscal ya había permutado los cargos de colaboración con el enemigo por los de falsificación y fraude. Fue condenado a un año de cárcel, pero no llegó a cumplirlo porque falleció el penúltimo día de 1947.
MORRALLA
Van Meegeren era un maestro de la impostura. Otros de su talla proliferaron en el período de entreguerras e hicieron fortuna durante la Segunda Guerra Mundial: el italiano Icilio Joni, especialista en primitivos italianos, o el belga Jef van der Veken, restaurador de la colección de Émile Renders y experto falsificador de pintura flamenca. A su modo, los tres eran artistas excepcionales, grandes falsarios. Pero otros muchos fraudes de peor calidad proliferaron en el enloquecido mercado artístico de la Europa dominada por el Tercer Reich.
Ante la intensa demanda de pinturas de los viejos maestros flamencos, italianos o neerlandeses, abundaron los marchantes, coleccionistas, falsificadores, de mejor o peor aptitud, o simples timadores dispuestos a hacer negocio con los incautos: algunas imitaciones eran magníficas, hechas sobre tablas o lienzos de la época o con pigmentos obtenidos al raspar viejas pinturas auténticas de escasa valía; otras habían sido retocadas y restauradas al tuntún. Abundaban las atribuciones sospechosas; las imágenes de escuela o de taller vendidas como si fueran creación del maestro de turno; las copias realizadas durante los siglos xviii o xix, y que por ello poseían una pátina de antigüedad; las tablas recortadas para eliminar imperfecciones o las obras del montón sobrescritas con la firma de grandes pintores. Y no faltaban expertos dispuestos a ganar un dinero extra avalando cualquier mixtificación. La codicia abrió las puertas a la estafa. Miedl se movía en ese mundillo como pez en el agua.
Las falsificaciones son producto del mercado. «Si no hubiera un mercado del arte no existirían los falsificadores», observa en 1976 la pintora Edith Sommer en una escena de F for Fake, la película de Orson Welles sobre el falsificador Elmyr de Hory. Pero no dependen solo de la existencia misma del mercado: también de su estado de ánimo. Escasean cuando permanece estático y se multiplican cuando crece la demanda y se muestra frenético, escribió en 1968 Theodore Rousseau. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron una plaga. «En el mercado francés del arte –‍consignaba en diciembre de 1943 un corresponsal de The New York Times‍– abundan las falsificaciones. Numerosos fraudes han acabado en las colecciones privadas de los nazis». París estaba «atestada de falsificaciones», reiteraba un informe aliado. Y los alemanes eran, en esta ocasión, las víctimas de la picaresca. No solo compraron fraudes sobre pinturas que encajaban en el canon oficial nazi. Picaban también con la pintura moderna: obras de Corot, de Renoir, de Modigliani o de Picasso. Las pinturas de este último «alcanzaban precios altísimos en todo el planeta y, obviamente, resultaban muy fáciles de falsificar».
Fuera por amor al arte, por invertir en valores sólidos o por asegurarse un futuro tranquilo, los invasores se mostraban ansiosos por comprar. E imbuidos de aquella ansiedad impregnada de codicia, puestos a adquirir sin tasa ni control, recibieron un número considerable de copias, fraudes e imposturas. Las autoridades alemanas fueron conscientes de este aluvión y llegaron a establecer en 1943 una Oficina Central para combatir las falsificaciones artísticas, organismo que no sirvió de nada. Salvo notorias excepciones, muchos eran trabajos burdos, mediocres, pues como observó en 1944 el historiador y crítico de arte Marcel Fischer, en época de paz, cuando hay tiempo para reflexionar y analizar una adquisición con calma, el falsificador debe hacer un esfuerzo mayor por convencer a sus posibles clientes y los fraudes suelen ser de mayor calidad.
Todo cabía en el delirante mercado europeo durante la guerra, plagado de nuevos ricos que deseaban invertir su fortuna en un valor seguro como el arte, pero que carecían de un gusto refinado y del conocimiento suficiente como para distinguir una obra maestra de una maula. O de coleccionistas inexpertos sin criterio que se las daban de entendidos y estaban dispuestos a pagar una fortuna por un cuadro bonito o resultón. El propio Hitler tuvo entre sus principales proveedores a Maria Almas-Dietrich, viuda de un comerciante turco de alfombras de origen judío, amiga de Heinrich Hoffmann y madre de una íntima amiga de Eva Braun.
Almas-Dietrich poseía una pequeña tienda de alfombras y obras de arte de segunda categoría en Múnich y consiguió introducirse en el entorno de Hitler. Carecía de criterio y talento, pero acabó siendo una de sus principales proveedoras, para terror de los historiadores del arte que asesoraban al Führer, quienes recibían escandalizados sus remesas de cuadros: el Museo de Linz le compró unas 270 pinturas, buena parte de las cuales eran de mala calidad o falsas. «He mostrado al Führer la acuarela que envió con su carta del 8 de mayo de 1942, y ambos consideramos que es una obvia falsificación», escribía Martin Bormann a la galerista en mayo de 1942. «Esto demuestra una vez más lo importante que es en el futuro estudiar muy cuidadosamente todas las pinturas antiguas». La admonición no sirvió para nada: ni Almas-Dietrich tuvo más cuidado, ni Hitler dejó de comprarle cuadros.