Babelia ofrece un extracto de 'El expolio nazi', de Miguel
Martorell, en el que el profesor analiza el saqueo de obras de arte durante el
Tercer Reich
Soldados norteamericanos recuperan cuadros en 1945 del
castillo de Neuschwanstein, que albergaba las obras robadas
Babelia ofrece un fragmento de 'El expolio nazi' (Galaxia
Gutemberg), del profesor Miguel Martorell, sobre el enloquecido mercado
artístico de la Europa dominada por el Tercer Reich, donde proliferaron los
fraudes artísticos ante la intensa demanda de pinturas de los viejos maestros
flamencos, italianos o neerlandeses. Una época llena de marchantes,
coleccionistas, falsificadores y timadores dispuestos a hacer negocio.
Pintor correcto, cuya obra original estaba impregnada de un
tono simbólico y místico, Han van Meegeren era un hombre resentido porque
apenas cosechó éxito a lo largo de su vida. Pero acabaría alcanzando la
genialidad como creador de Vermeers. Vermeer fue redescubierto a mediados del
siglo xix por el historiador del arte Téophile Thoré, quien escribió en 1866 la
primera monografía sobre el pintor. Hasta finales del xix era un artista casi
desconocido: todavía en 1881 un coleccionista pudo comprar en una subasta en La
Haya La joven de la perla por dos florines y medio. Pero a comienzos del siglo
xx su obra se revalorizó hasta alcanzar los precios de Rembrandt, y en el
periodo de entreguerras descubrir un Vermeer era para cualquier marchante como
hallar el Santo Grial. En los años veinte y treinta aparecieron en el mercado
numerosas obras a su estilo, retratos o pinturas de género, falsificaciones o
cuadros de época retocados para aparentar que habían salido de su mano. Alguno
de ellos procedía del pincel de Van Meegeren. Era el caso de La joven con el
sombrero azul, que los Thyssen habían comprado en 1930 al marchante Paul
Cassirer. Un trabajo tan hábil y perfecto que Max J. Friedländer lo avaló en su
momento, y la autoría real de Van Meegeren no se descubrió hasta los años
cincuenta.
Como observó en 1968 Theodore Rousseau, que a estas alturas
ya no era el joven oficial de la OSS que perseguía a Alois Miedl al final de la
guerra, sino el reputado conservador jefe del Museo Metropolitano de Arte de
Nueva York, Van Meegeren, mediocre al pintar en su propio estilo, tuvo un
arranque de genialidad cuando lo hizo como si fuera otro. Comprendió que se
sabía muy poco sobre la vida de Vermeer, que apenas se conservaban obras de su
juventud, y que una de ellas era religiosa: Cristo en la casa de Marta y María.
Con estos mimbres, concibió una idea tan audaz como soberbia. En vez de recrear
las pinturas de madurez, aquellas de carácter secular y mundano, protagonizadas
por hombres o mujeres en espacios domésticos, aprovecharía la ignorancia sobre
sus primeros años para forjar toda una etapa en la vida del pintor: la fase
bíblica, los Vermeer «que debían de haber existido», una serie limitada de
cuadros que el artista habría realizado en su juventud para una iglesia
católica clandestina en los Países Bajos, de mayoría protestante en el siglo
xvii, y que llegaron a manos de Van Meegeren sin que este precisara jamás cómo
había ocurrido.
Sentó las bases del nuevo estilo con La cena de Emaús, que
elaboró entre 1936 y 1937, cuyo descubrimiento subyugó a marchantes,
coleccionistas y directores de museo de todo el mundo, y que adquirió el Museo
Boijmans de Róterdam en 1938 por algo más de medio millón de florines. En los
años siguientes aparecieron otras cinco. La última fue Cristo y la adúltera.
Desmanteló la impostura en julio de 1945 Joseph Piller, un oficial del ejército
neerlandés. Antes de hacerlo público, consultó a varios expertos. El rumor que
circulaba hasta la fecha en el mundo del arte era que Van Meegeren, con ayuda
de algún cómplice, habría robado los cuadros a un mismo coleccionista. Pero si
existían dudas acerca de si Van Meegeren era o no un ladrón, pocos cuestionaron
que las pinturas fueran de Vermeer. Hasta el punto de que Van Meegeren, un
fascista radical que respaldó a los nazis durante la ocupación, fue acusado de
colaboracionista tras la guerra por vender al Tercer Reich obras maestras del
patrimonio pictórico neerlandés.
Con el fin de evitar la cárcel, el falsario reconoció que
los Vermeer de la etapa bíblica que había colocado en el mercado eran obra
suya, un auténtico fraude. Pero el engaño era de tal calidad y tantos expertos
habían caído en la trampa que, para su desesperación, casi nadie le creyó o –al
menos– reconoció creerle porque la reputación del mundo del arte neerlandés,
que había festejado cada nueva aparición, estaba en entredicho. Pocos estaban
dispuestos a reconocer que aquel falsificador excepcional había conseguido
engañar a historiadores y críticos de arte, marchantes y galeristas, directores
y conservadores de museos. Para demostrar que era el padre de los Vermeer
bíblicos, tuvo que pintar una nueva obra de la serie: Cristo en el templo. Solo
así convenció a los escépticos y suavizó su condena. Cuando el juicio se
celebró en octubre de 1947, el fiscal ya había permutado los cargos de
colaboración con el enemigo por los de falsificación y fraude. Fue condenado a
un año de cárcel, pero no llegó a cumplirlo porque falleció el penúltimo día de
1947.
MORRALLA
Van Meegeren era un maestro de la impostura. Otros de su
talla proliferaron en el período de entreguerras e hicieron fortuna durante la
Segunda Guerra Mundial: el italiano Icilio Joni, especialista en primitivos
italianos, o el belga Jef van der Veken, restaurador de la colección de Émile
Renders y experto falsificador de pintura flamenca. A su modo, los tres eran
artistas excepcionales, grandes falsarios. Pero otros muchos fraudes de peor
calidad proliferaron en el enloquecido mercado artístico de la Europa dominada
por el Tercer Reich.
Ante la intensa demanda de pinturas de los viejos maestros
flamencos, italianos o neerlandeses, abundaron los marchantes, coleccionistas,
falsificadores, de mejor o peor aptitud, o simples timadores dispuestos a hacer
negocio con los incautos: algunas imitaciones eran magníficas, hechas sobre
tablas o lienzos de la época o con pigmentos obtenidos al raspar viejas
pinturas auténticas de escasa valía; otras habían sido retocadas y restauradas
al tuntún. Abundaban las atribuciones sospechosas; las imágenes de escuela o de
taller vendidas como si fueran creación del maestro de turno; las copias
realizadas durante los siglos xviii o xix, y que por ello poseían una pátina de
antigüedad; las tablas recortadas para eliminar imperfecciones o las obras del
montón sobrescritas con la firma de grandes pintores. Y no faltaban expertos
dispuestos a ganar un dinero extra avalando cualquier mixtificación. La codicia
abrió las puertas a la estafa. Miedl se movía en ese mundillo como pez en el
agua.
Las falsificaciones son producto del mercado. «Si no hubiera
un mercado del arte no existirían los falsificadores», observa en 1976 la
pintora Edith Sommer en una escena de F for Fake, la película de Orson Welles
sobre el falsificador Elmyr de Hory. Pero no dependen solo de la existencia
misma del mercado: también de su estado de ánimo. Escasean cuando permanece
estático y se multiplican cuando crece la demanda y se muestra frenético,
escribió en 1968 Theodore Rousseau. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron
una plaga. «En el mercado francés del arte –consignaba en diciembre de 1943 un
corresponsal de The New York Times– abundan las falsificaciones. Numerosos
fraudes han acabado en las colecciones privadas de los nazis». París estaba
«atestada de falsificaciones», reiteraba un informe aliado. Y los alemanes
eran, en esta ocasión, las víctimas de la picaresca. No solo compraron fraudes
sobre pinturas que encajaban en el canon oficial nazi. Picaban también con la
pintura moderna: obras de Corot, de Renoir, de Modigliani o de Picasso. Las
pinturas de este último «alcanzaban precios altísimos en todo el planeta y,
obviamente, resultaban muy fáciles de falsificar».
Fuera por amor al arte, por invertir en valores sólidos o
por asegurarse un futuro tranquilo, los invasores se mostraban ansiosos por
comprar. E imbuidos de aquella ansiedad impregnada de codicia, puestos a
adquirir sin tasa ni control, recibieron un número considerable de copias,
fraudes e imposturas. Las autoridades alemanas fueron conscientes de este
aluvión y llegaron a establecer en 1943 una Oficina Central para combatir las
falsificaciones artísticas, organismo que no sirvió de nada. Salvo notorias
excepciones, muchos eran trabajos burdos, mediocres, pues como observó en 1944
el historiador y crítico de arte Marcel Fischer, en época de paz, cuando hay
tiempo para reflexionar y analizar una adquisición con calma, el falsificador
debe hacer un esfuerzo mayor por convencer a sus posibles clientes y los
fraudes suelen ser de mayor calidad.
Todo cabía en el delirante mercado europeo durante la
guerra, plagado de nuevos ricos que deseaban invertir su fortuna en un valor
seguro como el arte, pero que carecían de un gusto refinado y del conocimiento
suficiente como para distinguir una obra maestra de una maula. O de
coleccionistas inexpertos sin criterio que se las daban de entendidos y estaban
dispuestos a pagar una fortuna por un cuadro bonito o resultón. El propio
Hitler tuvo entre sus principales proveedores a Maria Almas-Dietrich, viuda de
un comerciante turco de alfombras de origen judío, amiga de Heinrich Hoffmann y
madre de una íntima amiga de Eva Braun.
Almas-Dietrich poseía una pequeña tienda de alfombras y
obras de arte de segunda categoría en Múnich y consiguió introducirse en el
entorno de Hitler. Carecía de criterio y talento, pero acabó siendo una de sus
principales proveedoras, para terror de los historiadores del arte que
asesoraban al Führer, quienes recibían escandalizados sus remesas de cuadros:
el Museo de Linz le compró unas 270 pinturas, buena parte de las cuales eran de
mala calidad o falsas. «He mostrado al Führer la acuarela que envió con su
carta del 8 de mayo de 1942, y ambos consideramos que es una obvia
falsificación», escribía Martin Bormann a la galerista en mayo de 1942. «Esto
demuestra una vez más lo importante que es en el futuro estudiar muy
cuidadosamente todas las pinturas antiguas». La admonición no sirvió para nada:
ni Almas-Dietrich tuvo más cuidado, ni Hitler dejó de comprarle cuadros.