El mítico actor Alain Delon, de 83 años, recoge su Palma de
Oro honorífica, en Cannes
El actor recibió la Palma honorífica en una ceremonia que no
se vio enturbiada por quienes pedían que se le retirara esta distinción por
“homófobo, machista y racista”
Thierry Frémaux aconseja a los asistentes de la
«masterclass» de Alain Delon que dejen sus móviles a un lado. Necesitan las
manos para aplaudir. Parece que han pasado meses desde que las asociaciones
feministas –la americana Women and Hollywood ha recogido, no es moco de pavo,
25.000 firmas– pusieron el grito en el cielo para que el Festival se retractara
de su decisión de otorgarle la Palma de Oro honorífica a toda una carrera al
que consideraban «un machista, un racista y un homófobo». Ni caso, por supuesto.
Como si no hubiera ocurrido nada. ¿Hace falta que pasemos lista? Delon, que se
declaró simpatizante del Frente Nacional, porque conocía a Jean Marie Le Pen de
sus tiempos en el ejército; Delon, que confesó que darle una bofetada a una
mujer no era machista, que él había recibido las suyas; Delon, que afirmó que
la unión entre dos hombres era «contra natura». Por la boca muere el pez, sin
duda. Hace una semana, Frémaux, factótum del festival, defendía a Delon
visiblemente molesto –«No le vamos a dar el Premio Nobel de la Paz»– y
denunciaba la existencia de una «policía política» que censura y exige cabezas
cortadas.
Íbamos por los aplausos, ¿no? Delon apareció en el escenario
de la sala Buñuel con la sonrisa en el ojal y la mirada azul de antaño empañada
por las bolsas. Pesan sus 83 años, y también su relación de amor y odio con el
festival de Cannes, al que prometió no volver en 2006 para desdecirse en 2007.
pues, se escenificaba un acto de reconciliación. Eso sí, Delon no perdió
oportunidad de echar flores al sexo opuesto, pensando, tal vez, que se había
camuflado alguna feminista airada dispuesta a amargarle la mañana, que el día
era largo, y aún le quedaba recibir la Palma en la proyección especial, por la
tarde, de «El otro sr. Klein», de Joseph Losey. «Si no fuera por las mujeres
que se han cruzado en mi camino, estaría muerto. Ellas me han amado, y han
querido que me dedicara a este oficio.
Sin ellas, no estaría aquí». Lo contó después de admitir que fue la actriz Brigitte Auber, que le había confesado su amor en su primera película como intérprete («Nos vemos en Cannes, me dijo. Y yo le pregunté: ¿Qué es Cannes?»), quién le presentó a Yves Allegret, que le dio el mejor consejo de su vida: que nunca actuara, que hablara y se moviera con naturalidad. Que fuera, como manda el tópico, él mismo. «Yo no interpreto, vivo mis papeles. Eso no suele ser demasiado divertido para mis parejas. Para mí, la cámara es como una mujer que miro a los ojos».
Sin ellas, no estaría aquí». Lo contó después de admitir que fue la actriz Brigitte Auber, que le había confesado su amor en su primera película como intérprete («Nos vemos en Cannes, me dijo. Y yo le pregunté: ¿Qué es Cannes?»), quién le presentó a Yves Allegret, que le dio el mejor consejo de su vida: que nunca actuara, que hablara y se moviera con naturalidad. Que fuera, como manda el tópico, él mismo. «Yo no interpreto, vivo mis papeles. Eso no suele ser demasiado divertido para mis parejas. Para mí, la cámara es como una mujer que miro a los ojos».
Un «sex symbol» sesentero
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póstumo, pero en mi vida"
Fue gracias a otra mujer (Bella, la esposa de René Clément)
que consiguió convertirse en el Tom Ripley de «A pleno sol». El director de
«Juegos prohibidos» y los productores del filme insistían en convencerle de que
sería un gran Dickie Greenleaf, pero él ni por esas, y sus interlocutores, cada
vez más irritados. «Fue Bella, que estaba secando los platos, que, desde la
cocina, gritó: “René, el pequeño tiene razón”». Su Tom Ripley era la apoteosis
de la ambigüedad sexual, un atractivo imberbe, a la vez peligroso e indolente,
que le convertiría en un «sex symbol» que emanaba una cierta aura de
perversidad. De esa aura se quedó prendado Luchino Visconti, homosexual y
comunista, que no tardó ni un instante en ofrecerle el protagonista de «Rocco y
sus hermanos» y, más tarde, el de «El gatopardo». «Luchino estaba dirigiendo
“Don Giovanni” en Londres y me dijo que no aceptaría un no por respuesta»,
aseguró después de emocionarse al ver una escena compartida con Annie Girardot,
de la que dijo estar enamorado.
Parecía que el repaso que estaba haciendo a su carrera
servía para exorcizar los fantasmas de sus reaccionarias declaraciones.
Visconti no fue el único comunista con el que trabajó. Joseph Losey le dirigió
en «El otro señor Klein», precisamente la película que Delon escogió para
celebrar su premio ayer, tal vez como revancha por el rechazo que despertó
cuando se proyectó en el Cannes de 1976, tal vez porque limpia su imagen de
lepenista antisemita. «Era una historia que había que contar, me la jugaba
produciéndola, pero alguien tenía que hablar del colaboracionismo francés»,
dijo.
Ignorado por la Nouvelle Vague al ser un actor asociado al
cine de la vieja guardia (algo que Godard enmendó en una película de los
noventa, titulada precisamente «Nouvelle Vague»), Delon también trabajó con
Antonioni («El eclipse»), Deray («La piscina») y, por supuesto, con Jean-Pierre
Melville, gran amigo y cineasta fetiche («El silencio de un hombre»). A ellos
les dedicó esta polémica Palma: «Yo soy todo y soy nada. Soy lo que hicieron
conmigo. Acepto este premio, rechazado hace mucho tiempo, aunque me habría
gustado que se lo dieran a mis directores. Fui su primer violín o piano y tuve
directores de orquesta excepcionales. Todos están muertos, por eso recibo el
premio en su nombre».
Sergi Sánchez.