Obra de Picasso: "Jeanne (mujer tumbada)", de la
Exposición Picasso / Lautrec del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza PICASSO
El Museo Thyssen-Bornemisza remata las actividades por su
25º aniversario reuniendo por primera vez en una exposición monográfica a Pablo
Picasso con uno de sus referentes de juventud, Toulouse-Lautrec. Un reencuentro
de complicidad que desborda ironía, sensualidad, un rastro de noches infinitas
y una singular devoción temprana de Picasso que recuperó en la vejez
Toulouse-Lautrec medía metro y medio. Renco no sólo por la
cadera, también por una pata cogida a una enfermedad y a la que sumó dos caídas
de caballo que le afianzaron un destino de cojo universal. Acumulaba un talento
sin fisuras que encontró su espumillón, su dinamita, en los recodos de la
noche: los cabarets, los burdeles, los tabernones, los bajos fondos, los
desahuciados de la normalidad. Venía de una familia con blasón y nació en el
castillo de Albi en 1864. Sus padres eran primos hermanos. Pero a Henri Marie
Raymond de Toulouse-Lautrec-Montfa, conde de cuna, le seducía más el turbión de
los desarrapados que el tul de casa. Y marchó a París.
Allí fue tomando forma de pintor. Un artista de mundo
propio. Un tipo que hizo de su atracción por las cupletistas y las prostitutas
parte del mejor motivo de su obra. Un París que aullaba de noche entre el
escombro de los hombres arrasados y el perfume de las damas tocadas con boas de
marabú. Toulouse-Lautrec, gozne de la pintura moderna, era uno de los
atractivos de aquellas madrugadas tremendas. Apenas se interesó por el paisaje,
como sí hicieron los impresionistas. Él prefería las escenas en movimiento, las
faldas al vuelo, las caras locas, los labios pintados con un exceso de línea y de
desamparo. Según tomaba sitio y forma la pintura del francés, el veinteañero
Picasso iba untándose de todo lo que sucedía. En Barcelona descubrió, en los
cuadros de Ramón Casas, una forma de hacer las cosas que no había visto antes.
Eran aquellos retratos del catalán hechos a la manera de Lautrec al regreso de
un viaje a París. Así que Picasso comenzó a tentar ahí su línea nueva. Era el
fin del siglo XIX (1899) y el arranque del siglo XX (1900). Picasso había visto
también carteles de Toulouse-Lautrec en su primera excursión a París. En los
cartelones encontró algo extraño que le atraía: el movimiento, la luz, las
escenas entre lo grotesco y la sensualidad, las mujeres, los tirados, el
cancán.
Y así, en los años de formación de un joven Picasso ya
incandescente, las maneras de Toulouse-Lautrec fueron el deslumbramiento y una
senda a explorar. El Museo Thyssen-Bornemisza recupera y pone en pie, por vez
primera, esa relación que podría ser un lugar común pero a la que hasta ahora
no se ha dedicado una monografía. La muestra, Picasso/Lautrec, de la que son
comisarios Paloma Alarcó y Francisco Calvo Serraller, abre al público el
próximo martes y el museo remata así su 25º aniversario.
«Picasso descubre a Lautrec al principio de su aventura y
regresa a él al final de su vida», apunta Alarcó. Los primeros síntomas
aparecen en la exposición que en 1900 hace el malagueño en el
café/restaurante/cabaret Els Quatre Gats del Barrio Gótico de Barcelona. Todo
muy camastrón, pero ya estaba en sus dibujos el pulso del conde francés, su
capacidad convulsiva, su extraña nostalgia, su alegría de noches confusas y su
derrota. La libertad del Lautrec dibujante (cartelista y dibujante) es la que
pone a bailar a Picaso alrededor del fuego. «Tenían una genealogía similar. No
sólo de mundos, sino de intereses en pintores raros para su época: El Greco,
Ingres Degas..», apunta la comisaria. Había en los dos una propensión a los
néctares prohibidos, a la fruta de laboratorio. Y demostraban una complicidad
con aquellos que Cocteau llamó «la raza de los acusados». Por lo arbitrario.
En noches más allá de la noche, Lautrec se sentaba en una
mesa del Moulin Rouge, escuchaba canciones de Aristide Bruant (al que retrató
para un cartel mítico), bebía y tenía por costumbre no hablar de más o quedarse
serio. Lo adoraban las prostitutas (en un burdel de la rue d'Ambroise vivió un
año), las retrató con una ternura de calambre expresionista. Era un crápula que
tiraba como con fiebre cada línea. «A Picasso no sólo le fascinaron los
elementos mórbidos y decadentes de la temática de sus obras, sino también su
atrevido lenguaje, su enorme poder de observación y su propensión a la síntesis
y a la caricatura», sostiene Alarcó.De entre todas las amantes de Lautrec fue
Suzanne Valadon quien lo voló más lejos, como a una cometa. Él, a cambio, le
puso el nombre que lleva y difundió sus cuadros entre las gentes de la
madrugada. En la fiesta en que Valadon se presentó ya como artista y con nombre
nuevo, muy regado de ajenjo el respetable, había un tipo sentado al fondo del
local, con mirada de trastorno, pelirrojo y las manos nerviosas: era Vincent
van Gogh y llevaba bajo el sobaco una tela enrollada que no desplegó para
nadie.
En esos mismos años, no pasamos de 1901 (año en que muere
Lautrec), Picasso había vuelto a París. No llegaron a conocerse, aunque había
visto muy de cerca también las cosas de Rusiñol (otro que tomó al conde como
faro a lo lejos). «Encore trop Lautrec! («¡Aún demasiado Lautrec!»). Se lo
decían Max Jacob, Apollinaire y André Salmon cuando el malagueño les enseñaba
algunos papeles en los primeros años del Bateau-Lavoir. «El hecho era
incuestionable: desde su más temprana juventud», explica Paloma Alarcó, «el
español había establecido un fructífero diálogo con el francés y había tomado
prestadas diversas fórmulas suyas para adaptarlas a su propia sintaxis». Y
también algunos temas como la fascinación por el circo, por los arlequines, por
los saltimbanquis, por la soledad de los extraviados.
Del Moulin Rouge al Divan Japonais... De los días echados a perder
a la casa de La Californie, donde una fotografía de Lautrec (firmada por Paul
Sescau) se apoyaba en un feo tapiz de Les demoiselles d'Avignon. De la juventud
a la vejez. Picasso, al final, regresa a sus maestros. Aquel Toulouse-Lautrec
de los ratos de hambre, frío y risas está entre ellos. El que dibujaba a la
mujer con un calor de brasa de hogar frente al deseo carnívoro de Picasso. Son
los años de regreso al erotismo salvaje. A los cuerpos femeninos acentuados. Es
el último codo del camino para el viejo Picasso, que no olvida al raro maestro.
Y se va consumiendo. Y pinta más radical. Y recupera el diálogo de aquella
juventud en que fue principalmente feliz retornando al burdel de su museé
imaginaire. Juntos ahora por primera vez. Como dos extravíos. Sin fatiga y sin
prisa.