La figura del toro de Osborne se recorta contra el horizonte
en una llanura de Fuente de Cantos (Badajoz). / MARCELO DEL POZO (REUTERS)
La popular silueta que ideó el publicitario Manolo Prieto ha
sorteado arreones, esquivado gañafones de tauromaquia añeja y, al menos en dos
ocasiones, se ha beneficiado del pañuelo naranja del indulto merced a otras
tantas sentencias judiciales
Sesenta años ha cumplido el Toro de Osborne como icono del
diseño y punto de encuentro en las carreteras españolas desde la instalación,
en 1958, de la primera serie de ejemplares según el prototipo emplazado un año
antes en Cabanillas (Madrid) para promocionar el brandy insignia de la
histórica bodega.
Décadas después, la popular silueta que por encargo de
Osborne ideó el publicitario Manolo Prieto (1912-1991) ha sorteado arreones,
esquivado gañafones de tauromaquia añeja y, al menos en dos ocasiones, se ha
beneficiado del pañuelo naranja del indulto merced a otras tantas sentencias
judiciales.
"Se ha convertido en punto de encuentro, lugar de unión
y entendimiento entre comunidades", además de "un icono del diseño
español reconocido internacionalmente", explica el presidente de la
Fundación Osborne, Tomás Osborne Gamero-Cívico, en el prólogo de un libro
conmemorativo que ha editado la Fundación Santa María la Real del Patrimonio
Histórico, con sede en Aguilar de Campoo (Palencia).
Dedicado "a todos aquellos para quienes la tolerancia
es su guía", esta publicación resume la genealogía histórica del Toro de
Osborne con fotografías de Pau Barroso y textos del historiador Jaime Nuño,
director del Centro de Estudios del Románico de la Fundación Santa María la
Real.
Negro zaino, acaramelado de pitones, ensillado y de generosa
papada, el Toro de la Carretera, como también se le conoce, nació en el
kilómetro 55 de la N-I, en Cabanillas de la Sierra (Madrid), elaborado en madera
y de cuatro metros de alzada.
En un año, la camada se amplió hasta quince ejemplares y la
cabaña se multiplicó en los años sesenta hasta sumar medio millar de siluetas
en las carreteras de una España entonces en plena efervescencia del turismo, lo
que contribuyó a su identificación y proyección como seña de identidad del país
entre los extranjeros.
El primer puyazo lo recibió desde la normativa estatal de
carreteras cuando en 1962 distanció al morlaco del asfalto para no distraer a
los conductores, pero lejos de repucharse se vino arriba al ocupar lugares más
alejados y crecer en tamaño para compensar el necesario alejamiento de la vía.
De los cinco metros y la madera, se pasó al metal, los
catorce de altura y a los 4.000 kilos de peso soportados por cuatro torretas
metálicas ancladas en zapatas de hormigón, un tamaño que los profesionales del
toreo identificaron desde entonces con el excesivo trapío y romana de los que
tenían que lidiar en algunos cosos.
De aquella comparación ('más grande que el Toro de
Osborne'), el cornúpeta más popular pasó a ser portada en 1972 de The New York
Times Magazine para ilustrar un reportaje sobre la España del tardofranquismo,
y en 1987 acusó el espadazo en todo lo alto que le administró la nueva Ley de
Carreteras al prohibir la publicidad situada junto a la red de viaria.
Lo que parecía la puntilla y el posterior arrastre al
desolladero del olvido se convirtió, un año después, en una larga cambiada
gracias a la declaración del Toro de Osborne como Bien de Interés Cultural
(BIC) por parte de la Junta de Andalucía, atenta al quite para evitar el
cachetazo definitivo.
La publicidad del brandy desapareció de su anatomía, el
astado fue indultado y asumió la condición de mito, una categoría de icono
gracias a los descendientes de Thomas Osborne Mann, natural de Exeter (Reino
Unido), que a finales del siglo XVIII se estableció en El Puerto de Santa María
con un negocio de exportación de vinos.
El bravo aguantó una nueva acometida cuando en 1994 el
Gobierno central, al interpretar como publicidad subliminal la figura del
animal pese a no tener ningún añadido gráfico ni rotulado, impuso una multa de
un millón de pesetas a la firma bodeguera.
El Tribunal Supremo, en una sentencia de 1997, zanjó el
asunto al afirmar que la silueta, con el tiempo transcurrido, "ha superado
su inicial sentido publicitario y se ha integrado en el paisaje", y
considerar que debe prevalecer, como causa que justifica su conservación,
"el interés estético o cultural que la colectividad ha atribuido a la
esfinge del Toro".
El fotógrafo Pau Barroso, en un trabajo de campo que ha
durado varios años, ha captado con su cámara los 88 ejemplares dispersos por la
geografía viaria en 36 provincias de quince comunidades y la ciudad autónoma
Melilla, todo el territorio nacional menos Cantabria y Ceuta.