En sus
memorias, Nikita Jrushchov afirma sin pruebas que Beria, jefe de la policía y
el servicio secreto, confesó a los líderes soviéticos: «Yo lo maté, lo maté y
os salvé a todos». La causa oficial en el 65º aniversario de su muerte sigue
siendo un ataque cerebrovascular, pese a los muchos interrogantes en torno a
sus últimos días
Katyn: la
oculta masacre comunista en la que Stalin aniquiló a 22.000 prisioneros de
guerra
La noche del
28 de febrero de 1953, Josef Stalin celebró una reunión en Kúntsevo con su
círculo de hombres de confianza. En dicho encuentro los invitados vieron una
película y se retiraron a altas horas de la madrugada, cuando Stalin se fue a
dormir. No obstante, según una versión no oficial, el sangriento dictador se
retiró luego de discutir gravemente con dos de sus seguidores, Lázar Kaganóvich
y Voroshílov.
Al día
siguiente, Stalin no salió de su cuarto y no llamó ni a los criados ni a los
guardias. Nadie se atrevió a entrar en su habitación hasta que, sobre las diez
de la noche, su mayordomo forzó la puerta y lo encontró tendido en el suelo,
junto al diván, vestido con la ropa que llevaba la noche anterior y sin apenas
poder hablar. El dictador había sufrido un ataque cerebrovascular que, tras
unos días de agonía, le causó la muerte el 5 de marzo. Al menos así reza la
teoría oficial, sobre la que rondan innumerables incógnitas y la sospecha del
asesinato.
«El miedo y
el odio contra el viejo tirano casi podían olerse en el aire», escribió el
embajador americano sobre los últimos meses de vida del que fue durante más de
30 años Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética. El
ascenso al poder de Josef Stalin se caracterizó por los brutales métodos empleados
contra cualquier persona crítica con su figura. Poco tiempo antes de fallecer,
el propio Lenin hizo un llamamiento para frenar al «brusco» Stalin, que terminó
elevado, posiblemente, al genocida más sangriento de la historia.
La salud y
la memoria de Stalin fallan
Con millones
de muertos a su espalda y terminada la II Guerra Mundial, la salud de Stalin
empezó a declinar a partir de 1950, cuando la Guerra Fría iba tomando su forma
más característica. Durante su vida, Stalin había padecido numerosos problemas
médicos. Nació con sindactilia (la fusión congénita de dos o más dedos entre
sí) en su pie izquierdo. A los 7 años padeció la viruela, que le dejó
cicatrices en el rostro durante toda su vida. Con 12 años tuvo un accidente con
un carro de caballos, sufriendo una rotura en el brazo, que le dejó secuelas
permanentes. A todo ello había que añadir que su madre y él fueron maltratados
a manos de su padre. Ya siendo adulto, Stalin además padeció de psoriasis (una
enfermedad de la piel que causa descamación e inflamación).
Poco tiempo
antes de fallecer, el propio Lenin hizo un llamamiento para frenar al «brusco»
Stalin, que terminó elevado, posiblemente, al genocida más sangriento de la
historia.
A los 70
años de edad, su memoria comenzó a fallar, se agotaba fácilmente y su estado
físico empezó a decaer. Vladímir Vinográdov, su médico personal, le diagnosticó
una hipertensión aguda e inició un tratamiento a base de pastillas e
inyecciones. A su vez, recomendó al dirigente comunista que redujese sus funciones
en el gobierno. Por supuesto, Stalin apreció una conspiración en el consejo
médico y no solo se negó a tomar medicinas, sino que despidió a Vinográdov.
Sus
problemas de salud coincidieron con uno de los pocos reveses políticos que
sufrió durante su rígida dirección del Partido Comunista. Pocos meses antes de
su muerte, en octubre de 1952, se celebró el XIX Congreso del PCUS, donde
Stalin dejó entrever sus deseos de no intervenir militarmente fuera de sus
fronteras. Frente a esta opinión, Gueorgui Malenkov –colaborador íntimo del
dictador y Presidente del Consejo de Ministros de la URSS a su muerte– hizo un
discurso en el cual reafirmó que para la URSS era vital estar presente en todos
los conflictos internacionales apoyando las revoluciones socialistas, lo que
después sería una constante de la Guerra Fría. Como un hecho inédito tras
décadas de un férreo marcaje, el Congreso apoyó las intenciones de Malenkov y
no las de Stalin.
Fue entonces
cuando Stalin reanudó sus purgas, si es que alguna vez habían parado. Lo hizo
motivado por el pequeño tropiezo político y alertado por una carta de la
doctora Lidia Timashuk, una especialista del Policlínico del Kremlin, que
acusaba a su antiguo médico, Vinográdov, y a otros ocho galenos de origen judío
de estar recetando tratamientos inadecuados a altos mandos del Partido y del
Ejército.
Sin
esperar a recibir ninguna otra prueba, Stalin ordenó el arresto de los nueve
médicos y aprobó que fuesen torturados en lo que fue bautizado como «el Complot
de los médicos». La persecución afectó en total a 37 doctores de todo el país,
17 de ellos judíos, mientras que la paranoia anti-semita se trasladó también al
pueblo. A finales de enero de 1953 su secretario privado desapareció sin dejar
rastro. El 15 de febrero, el jefe de sus guardaespaldas fue ejecutado bajo
extrañas circunstancias
Sin esperar
a recibir ninguna otra prueba, Stalin ordenó el arresto de los nueve médicos y
aprobó que fuesen torturados en lo que fue bautizado como «el Complot de los
médicos». La persecución afectó en total a 37 doctores de todo el país, 17 de
ellos judíos, mientras que la paranoia anti-semita se trasladó también al
pueblo. A finales de enero de 1953 su secretario privado desapareció sin dejar
rastro. El 15 de febrero, el jefe de sus guardaespaldas fue ejecutado bajo
extrañas circunstancias.
Conocedores
del régimen de extremo terror impuesto por Stalin en el pasado, entre los
miembros más veteranos del Politburó (el máximo órgano ejecutivo) corrió el
miedo a que una purga masiva estuviera en ciernes. Solo la muerte de Stalin en
marzo pudo frenar la escalada de muertes que había empezado tras el congreso de
octubre. Precisamente por este clima de desconfianza, aunque la causa oficial
de la muerte fue un ataque cerebrovascular, la sospecha del asesinato ha
perseguido el suceso hasta la actualidad.
Lavrenti
Beria, la posible mano ejecutora
Una vez
descubierto al dictador tendido sobre el suelo de su habitación, su hombre más
fiel entre los fieles, Lavrenti Beria, fue el primero en asistirle, pero lo
hizo al parecer con cierta parsimonia. Se dice que no convocó a los doctores
hasta pasadas 24 horas del ataque. No en vano, la Academia de Ciencias Médicas
se reunió pronto con carácter extraordinario para intentar salvar al hombre más
poderoso de Rusia. El propio ministro de Salud de la URSS, Tretiakov, dirigió
el consejo médico para debatir un posible tratamiento.
«Aquella una
mirada horrible, una mirada de locura, de cólera tal vez, y de pavor ante la
muerte y ante los desconocidos rostros de los médicos que se inclinaban sobre
él»
La agonía de Stalin se alargó varios días más
sin que ninguno de los cirujanos se decidiera por una intervención o algún
tratamiento específico. Según el testimonio de su hija Svetlana Alliluyeva, en
ocasiones el dictador abría los ojos y miraba furibundamente a quienes lo
rodeaban, entre los que estaba Beria –jefe de la policía y el servicio secreto
(NKVD)–, quien le cogía de la mano y le suplicaba que se recuperase
Era «aquella
una mirada horrible, una mirada de locura, de cólera tal vez, y de pavor ante
la muerte y ante los desconocidos rostros de los médicos que se inclinaban
sobre él. Aquella mirada se posó en todos durante una fracción de segundo. Y
entonces alzó de pronto la mano izquierda (la que conservaba el movimiento) y
pareció como si señalara con ella vagamente hacia arriba o como si nos
amenazara a todos. El gesto resultaba incomprensible, pero había en él algo
amenazador, y no se sabía a quién ni a qué se refería...», describió su propia
hija. La cada vez más angustiosa respiración de Stalin marcó los últimos días
del dictador, mientras su rostro se ennegrecía a causa de la mala circulación.