El museo expone una selección con 60 artistas de 15 países
En una esquina hay dibujado un corazón blanco descansando
del combate. En la otra, sobre un pedestal, un Lenin rescatado de una fábrica
ve pasar a los obreros del turno de la tarde. En una habitación, Pikachu canta
una vieja canción soviética dentro de una pantalla de televisión, ajeno a las
máquinas de cortar plástico. Y en el muro principal, con mil palabras escritas
a brochazos negros, el grafitero Timothy Radya ha escrito con ayuda de una grúa
un largo manifiesto sobre un arte que normalmente habla por sí mismo... hasta
que llega la autoridad municipal.
El arte callejero está destinado a tener una vida muy corta.
El Museo de Arte Callejero de San Petersburgo quiere obrar en milagro de
conservar esos fogonazos desafiantes de pintura, spray y verdades como puños en
letra gruesa. Un siglo después de la Revolución Bolchevique este museo abre
nueva temporada con 60 artistas de 15 países (entre ellos el español Ricardo
Cavolo) que exponen sus obras, la mayoría de ellas a cielo abierto. Muchas
serían 'ilegales' en plena calle, ahora son motivo de exposición en una especie
de paraíso del selfie que se está ganando un hueco en las publicaciones de
arte. En la ciudad del Hermitage, los palacios y los canales, el Museo de Arte
Callejero es revolución pura, creación fuera de ruta conservada en un
ecosistema muy apropiado: una fábrica de plásticos, Sloplast, todavía en
activo. ¿Hay un lienzo mejor que las paredes sucias y las puertas metálicas
oxidadas?
Esta apuesta museística es todo un guiño al pasado y el
futuro de San Petersburgo, seguramente la ciudad más orgullosa del país. Una
urbe con un pretérito imperial deslumbrante en el centro, que en verano no ve
ponerse el sol y presume de ser la más visitada del país. Pero al mismo tiempo
para los rusos la vieja Leningrado es simplemente Peter, una ciudad nublada
casi todo el año con lluvia antipática, con una herida industrial enorme en el
extrarradio, donde muchas fábricas han dejado de producir y otras -humeantes-
desafían a las cúpulas doradas de las catedrales. La imagen que los turistas
tienen de la vieja capital zarista y la que tienen muchos rusos es muchas veces
contrapuesta. El museo es una joya descolocada dispuesta a contar a todos lo
que hace años que chillan las calles: melancolía, hartazgo, miedo al futuro, incredulidad
ante la deshumanización... Pero también hay ganas de soñar y rebeldía. Amor. Y
talento para provocar.
El museo es posible gracias a Dimitri Zaitsev, jefe de una
fábrica donde hoy en día los obreros trabajan entre creaciones de los artistas
más importantes de esta especialidad. Con el mono de faena, algunos
trabajadores las critican, otros tienen sus preferidas, algunos dan ideas y
hasta los hay que han sido inmortalizados por varios artistas en sus
creaciones. El hijo del dueño, Andrei Zaitsev, decidió convertir su interés por
este modo de vida en algo que pudiese ser visitable y generar algo de dinero.
Nueva York, Amsterdam y otras capitales han tratado de presentar en forma de
exposición lo mejor del arte callejero. Pero hasta la fecha sólo San
Petersburgo lo ha presentado en un recinto consagrado sólo a ese arte donde al
mismo tiempo la vida sigue, con el rugir de las máquinas y el trasiego de los
trabajadores.
En esta cuarta temporada Zaitsev ha contado con Yasha Young,
directora del Museo de Arte Urbano Contemporáneo de Berlín. En el marco de la
exposición también se llevan a cabo otros proyectos: Nikolay Super presenta su
pared de graffiti Generations mostrando cómo esta subcultura se ha desarrollado
en Rusia, un país donde la fuerte autoridad estatal no evita el pulso
contestatario. Un gran exponente fue el desaparecido Pasha 183, considerado
"el Bansky ruso", algunas de cuyas obras se pueden visitar en el
museo, que en todo caso está abierto a artistas de todo el mundo.