Poco antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial, en mayo de
1939, Adolf Hitler levantó los pilares sobre los que se asentaría la
tristemente popular «Aktion T4»
Hablar de la «Aktion T4» es rememorar los años en los que,
amparándose en la necesidad de ahorrar recursos vitales para el país durante la
Segunda Guerra Mundial, el Tercer Reich inició un programa de eutanasia masivo
que acabó con la vida de entre 70.000 y 275.000 «disminuidos físicos y
mentales» (como solían ser denominados por los germanos).
Oficialmente, el estado comenzó a perpetrar estos asesinatos
tras el inicio de la contienda. Sin embargo, en una fecha tan temprana como
mayo de 1939, mucho antes de que el Tercer Reich comenzara a levantar el centro
de exterminio más popular de la historia (el campo de concentración de
Auschwitz), el régimen de Adolf Hitler ya coqueteaba con ideas tan deplorables
como la matanza sistemática de cualquier niño menor de tres años que sufriera
algún tipo de enfermedad que impidiera su perfecto desarrollo.
Este programa, previo al comienzo oficial de la cruel
«Aktion T4» (aprobada por el mismo «Führer» mediante un documento oficial
firmado en octubre de 1939 -un mes después de la invasión de Polonia-) supuso
la selección y el asesinato de unos 5.000 bebés de forma clandestina.
El sistema no podía ser más cruel ya que, para evitar que
aquel peligroso secreto de estado saliese a la luz, primero se separaba a los
niños de sus padres afirmando que se les internaría en un centro en el que
recibirían «el mejor y más efectivo tratamiento disponible» para paliar sus
minusvalías. Posteriormente los pequeños eran enviados hasta uno de los 28
hospitales más famosos de Alemania, donde pasaban ingresados algunos meses
antes de ser exterminados mediante barbitúricos, inyecciones letales o
-incluso- inanición.
Primeros pasos
Entender el comienzo de este programa de eutanasia infantil
requiere retrotraerse en el tiempo hasta el siglo XIX, época en la que el
británico Francis Galton empezó a abogar por «la mejora de la raza humana por
medio de acciones sociales tendentes a seleccionar las cualidades hereditarias
más deseables». Aquella filosofía, inocente para él, fue posteriormente llevada
al extremo por los seguidores de la eugenesia, una corriente extrema que se
generalizó a partir de los años 20 y que apostaba -entre otras tantas cosas-
por impedir a los menos aptos reproducirse.
En poco tiempo, esta mentalidad corrió como la pólvora por
países como Estados Unidos, Gran Bretaña o Alemania. Sin embargo, fue en esta
última región en la que tuvo una especial acogida gracias a la propaganda del
nazismo.
Cartel alemán en el que alude a la importancia de la
eugenesia para evitar que los «disminuídos» arruinen al estado
Adolf Hitler pronto se convirtió en uno de los seguidores
más férreos de esta filosofía. De hecho, a lo largo de su vida reiteró en
varias ocasiones la necesidad imperiosa que tenía Alemania de exterminar a los
enfermos mentales.
Con todo, cuando subió al poder se conformó con impedir a
los «disminuidos mentales» reproducirse. Así lo afirma la doctora en derecho
Carina Gómez Fröde en su dossier «Eugenesia: moralidad o pragmatismo»: «Durante
la década de 1930, el régimen nazi esterilizó forzosamente a cientos de miles
de personas a los que consideraba mental y físicamente “no aptos” (se estima
que fueron aproximadamente 400,000 personas entre 1934-1937)».
A su vez, el estado germano implantó pocos meses después de
su ascenso al poder las llamadas «políticas eugenésicas positivas». Una serie
de recompensas mediante las que se promovió que las mujeres solteras
«racialmente puras» tuvieran multitud de hijos con miembros del partido nazi.
El caso que lo cambió todo
Partiendo de esta base solo era cuestión de tiempo que el
nazismo iniciara su particular cruzada contra todas aquellas personas a las que
no considerara aptas a nivel racial, físico o psicológico. No obstante, al
«Führer» le faltaba un disparo que marcara el comienzo de esta carrera
criminal. Y este llegó en 1938, año en que recibió una carta en la que un tal
Knauer le pedía permiso para matar a su propio hijo.
«Era un miembro del partido que tenía un hijo de nueve
semanas que había nacido ciego, sin una pierna y parte de un brazo y que,
además, padecía un retraso mental, por lo que solicitaba al “Führer”
autorización para acabar con su vida por el bien de la raza», desvela Manuel
Moros Peña en su popular obra «Los médicos de Hitler».
El nombre de aquel individuo, no obstante, es a día de hoy
fuente de controversia. Y es que, algunos expertos como L. Hudson (autor del
estudio «From small beginnings: the euthanasia of children with disabilities»)
afirman que este caso fue bautizado como el del «Niño K» debido a que solo se
conocía la inicial del apellido familiar (el cual podía ser «Kretschmar» o
«Knauer»).
Karl Brandt, el médico que estudió el caso del «Niño K»
Más allá de estas controversias, Hitler envió a su médico
personal, el doctor Karl Brandt, para analizar el caso. Este desplazó sin
dudarlo al chico a la Clínica de la Universidad de Leipzig, donde le inyectaron
una dosis de barbitúricos que acabó con su vida. Aquel fue el comienzo de la
crueldad sistematizada ya que, en palabras de Moros, «Brandt recibió de Hitler
la orden verbal de actuar del mismo modo en casos similares».
No obstante, y a pesar de lo convencido que estaba Adolf
Hitler de que Alemania necesitaba la eutanasia infantil, el Tercer Reich
decidió mantener en secreto sus actividades. Y todo, para no ganarse la
enemistad del Vaticano y, en general, de la sociedad. «Lógicamente, tampoco la
comunidad internacional estaría dispuesta a consentir una política de
“asesinatos administrativos”. Ni los eugenistas norteamericanos se habían
atrevido a llegar tan lejos en sus propuestas», añade Moros en su obra.
Preparativos
Después de que se sucediera el caso del «Niño K», Hitler
creó en mayo el «Comité para el Tratamiento Científico de Enfermedades Severas
Determinadas Genéticamente» con el objetivo de empezar la selección de bebés
discapacitados. A nivel oficial, no obstante, su objetivo era el de hallar
curas para las dolencias hereditarias de los más pequeños.
Al frente de este organismo fueron puestos el ya mencionado
Karl Brandt; Hans Hefelmann; Herbert Linden (médico, consejero y responsable de
los hospitales estatales); Hellmut Unger (oftalmólogo); Hans Heinze (director
de un famoso asilo para «disminuídos»), Ernst Wentzler (pediatra) y Werner
Catel (pediatra).
El Comité no tardó en ponerse a trabajar. Tres meses
después, cursó una circular en la que solicitó a los pediatras y enfermeras de
los diferentes centros que les hiciesen llegar informes de todo aquel niño
candidato a ser asesinado. Concretamente, los miembros del grupo solicitaron
que se enviara información sobre los pequeños de hasta tres años que hubieran
nacido con alguna deformidad.
«Entre ellas se incluían deformidades o anomalías congénitas
como idiocia o mongolismo, especialmente si asociaban ceguera o sordera;
microcefalia o hidrocefalia de naturaleza severa o progresiva; deformidades de
cualquier tipo, especialmente ausencia de miembros; malformaciones de la cabeza
o espina bífida; o deformidades invalidantes como la parálisis espástica»,
añade Moros.
En su libro «The Nazi Doctors: Medical killing and the
Psychology of Genocide», el autor y psiquiatra Robert Jay Lifton corrobora esta
idea al afirmar que los pequeños eran seleccionados si tenían «enfermedades
hereditarias serias como idiotez y mongolismo, sobre todo si está asociado a
ceguera o sordera; microcefalia, hidrocefalia, malformaciones de cualquier tipo
especialmente en la cadera, cabeza o columna espinal; y parálisis incluyendo
espasticidades». Lo más triste es que el Comité estableció un castigo severo
para aquellos médicos y enfermeros que se negasen a adjuntarles la información
requerida.
Los expertos coinciden en que, al principio, la edad máxima
que podía tener un niño para ser «seleccionado» (si es que puede llamarse así)
por el Comité era de 3 años. No obstante, con el paso de los años esta cifra
fue aumentando paulatinamente hasta rondar los 16 y 17 veranos en 1941. A nivel
oficial, aquellos que designaron a los chicos más mayores lo hicieron
amparándose en las palabras del mismo Hefelmann, quien expuso durante los tres
años que duró este cruel programa que el límite podía ser «excedido
ocasionalmente»
Selección
El proceso de selección era siempre el mismo. El primer
filtro era el propio Hefelmann, quien recibía en su oficina todos los informes
enviados por los médicos y enfermeras. A continuación, y tras hacer una primera
criba, enviaba los documentos a sus subordinados: Catel, Heinze y Wentzler.
Sobre ellos recaía la responsabilidad de elegir quién vivía y quién moriría.
El sistema de selección era dantesco. Cada uno de los
médicos recibía un dossier en el que se explicaban las dolencias del pequeño y,
sin haber siquiera hablado con ellos, elegían si era enviado o no a la muerte.
Cuando habían tomado su triste decisión, debían rellenar un
campo del documento ubicado a la derecha que contaba con tres columnas. En la
primera de ellas tenían que dibujar una cruz (+) si enviaban al pequeño a la
muerte, y un signo de menos (-) si posponían el asesinato en espera de ver la
evolución del caso. Después, hacían llegar ese documento a sus colegas para que
dieran su opinión.
La autorización de Adolf Hitler para el programa de
Eutanasia (Operación T4), firmada en octubre de 1939, pero fechada el 1 de
septiembre de 1939 - USHMM
«A continuación, el mismo documento y el cuestionario eran
pasados a otro de los médicos que, por lo tanto, ya conocía la opinión del
primero y pocas veces le contrariaba. Más difícil, si no imposible, sería que
el tercero no pensara lo mismo que sus otros dos colegas. Por ello, no resulta
nada extraño que la unanimidad requerida para tratar a un niño fuera algo
extraordinariamente corriente», completa Moros en «Los médicos de Hitler».
Campos, por su parte, añade que en principio los médicos
«encargados de la criba» debían identificarse pero que, con el paso de los
meses, terminaron firmando con pseudónimos para evitar el duro peso de la
conciencia.
Hacia la muerte
Una vez que se decidía qué niños debían pasar por este crudo
«tratamiento», los médicos notificaban a las familias mediante una carta que su
pequeño sería internado en un centro especial en el que intentarían hallar una
cura para su dolencia. Lo habitual era que los padres aceptaran pero, si se
negaban, las autoridades podían arrebatarles la custodia de su hijo. Aunque
antes solían utilizar el argumento de que eran unos privilegiados por estar
recibiendo la ayuda del estado.
Tras este trámite, los pequeños eran enviados hacia las
llamadas «Kinderfachabteilugen», unas unidades de medicina fundadas por el
Comité en los centros psquiátricos más reconocidos de Alemania. En ellas
permanecían encerrados un tiempo para que, a primera vista, las familias
creyeran que estaban recibiendo algún tipo de tratamiento. Su destino final, no
obstante, era la muerte. «Una de estas unidades se situaba en Kalmenhof, donde
la mortalidad infantil aumentó a partir de esta fecha de forma considerable,
aunque la causa del fallecimiento oficial fueran “causas naturales”», explica
Mari Paz Campos Pérez en su dossier «Eutanasia y nazismo».
En las «Kinderfachabteilugen» también eran encerrados
aquellos niños cuyo tratamiento había sido «pospuesto». ¿Para qué? Simplemente,
para observar su evolución a lo largo del tiempo y tomar, a la postre, una
decisión definitiva sobre su destino. Al final, su suerte era similar a la de
los otros pequeños. «Probablemente no todos sufrieran discapacidades
permanentes, sino simplemente problemas de aprendizaje o pequeñas minusvalías.
Sus vidas serían truncadas por tres individuos que ni tan siquiera los habían
explorado personalmente», desvela Moros en su libro.
Asesinatos
Ya en las salas de pediatría creadas por el Comité, los
médicos alemanes examinaban de forma pormenorizada a los niños. Pero no para
encontrar una cura para sus dolencias, sino para decidir la causa más probable
de su fallecimiento. Realizados los chequeos, llegaba la hora de acabar con los
«pacientes».
La forma más habitual de asesinar a los pequeños era
mediante barbitúricos. En palabras de Campos, para ello se les administraba una
«sobredosis de luminal (cuyo principio activo es el fenobarbital, un
anticonvulsivante y antiepiléptico) bebido o inyectado». Con todo, en ocasiones
también se recurría a las inyecciones de morfina. Aunque, en este caso, solo
cuando el niño se había acostumbrado al primer medicamento (muy habitual a la
hora de paliar los síntomas de la epilepsia).
Este sistema era el más rápido y no era aplaudido por los
doctores más sádicos. De hecho, algunos de ellos como Hermann Pfannmüller
abogaban por dejar a los niños morir lentamente de hambre para no gastar ni una
moneda del presupuesto del estado y evitar las críticas de los organizamos
internacionales. Así lo dejó claro en 1939: «Estas criaturas naturalmente
representan para mí como nacionalsocialista tan sólo una carga para la salud
del cuerpo de nuestro Volk. No matamos con veneno o inyecciones, porque
proporcionaría material inflamable a la prensa extranjera y a ciertos
“caballeros de Suiza” [la Cruz Roja]. No, nuestro método es mucho más simple y
más natural, como pueden ver».
Imbuidos por el espíritu de este deleznable personaje,
muchos otros médicos idearon formas de matar a los pequeños sin medicamentos.
Así, algunos prefirieron dejarlos morir de frío. Un método que consideraban
idóneo debido a que, si alguna entidad internacional les investigaba, podían
alegar que las muertes se habían sucedido por culpa de un terrible accidente.
Tras las muertes, el Comité hacía llegar una misiva a la
familia del chico explicándole la causa de su fallecimiento. «A los padres se
les enviaba una carta estándar, usada por todas las instituciones, donde se les
informaba de que su pequeño había muerto de neumonía, meningitis o cualquier
otra enfermedad infecciosa y que, debido al riesgo de contagio, el cuerpo había
tenido que ser incinerado. Se calcula que fueron unos cinco mil los niños
asesinados durante esta primera fase del programa nazi de eutanasia», finaliza
el autor en su obra.