Por primera
vez una película se atreve a hacer drama con el bombardeo de la ciudad vasca.
Koldo Serra, su director, explica su sentido.
«A lo largo
de la noche han estado derrumbándose casas hasta que las calles se han
convertido en un continuo e impenetrable montón de escombros de color rojo»,
escribe George L. Steer en, probablemente, la crónica más famosa, precisa y
hasta necesaria (con perdón) de la historia del periodismo. El artículo ocupó
la primera página tanto del Times de Londres como de su homólogo en Nueva York.
Fue el 27 de abril 1937, un día después del hecho que, como la bomba de
Hiroshima o los atentados del 11-S y a juicio del historiador Nicholas Rankin,
«marcó el comienzo de un nuevo orden de cosas». Los bombardeos de la aviación
alemana sobre Guernica, «la ciudad más antigua de los vascos y centro de sus
tradiciones culturales» (según la definición del propio Steer), conmocionaron
al mundo hasta dejarlo libre de la pesada y pomposa carga del sentido. Ya nada
volvería ser igual. Todo pasaba a estar permitido. Sólo contaba el peso
irreflexivo de la carne, de la carne muerta. Y así hasta la mayor de las
brutalidades.
Ahora, cuando
está a punto de cumplirse el 79 aniversario del bombardeo, Koldo Serra,
bilbaíno de nacimiento y gernikarra por vocación, presenta mañana en el
Festival de Málaga la película Gernika. Se trata, contra todo pronóstico, de la
primera vez que uno de los capítulos más grotescos de la Historia Universal de
la Infamia llega al cine. Pese a todo, pese a la insistencia con la que el cine
español es acusado de detenerse en la Guerra Civil. «Cuando me propusieron la
película, lo primero que hice fue pensar: 'Otra vez'. Luego me di cuenta de
que, muy al contrario, jamás, salvo de forma accidental, el cine se había
ocupado del asunto», comenta, se toma un segundo y añade: «No sé muy bien a qué
se puede deber este silencio. Quizá el hecho de que aún es contemplado como un
tabú, tal vez por oscuras razones políticas... En cualquier caso, me tocaba muy
cerca. Tengo muchos amigos cuyos abuelos estuvieron allí y yo, como tantos como
yo, he crecido con una historia de Guernica siempre al lado».
Sea como
sea, la cinta que ahora ve la luz no es tanto una narración episódica de los
hechos como una recreación libre de la dificultad de contarlos. Importa el mito
que el cuadro de Picasso convirtió en tótem, la historia y la relación de ambos
con algo tan pedestre como la verdad. Al fin y al cabo, la historia de Guernica
es crucial tanto por lo que significó en su sentido más cruelmente mostrenco
(por primera vez, el asesinato en masa de población civil entró a formar parte
de la estrategia militar) como por la propia construcción de su relato. En el
mismo periódico en el que Steer narraba lo acontecido, y prestaba así sus ojos
a los lectores, se podía leer un desmentido de los agresores en el que
responsabilizaban al Ejército Republicano de la masacre. Unos hablaron de miles
de muertos; otros, de apenas unos pocos. La realidad es que, entre las cuatro y
las siete de la tarde, murieron 157 personas. «Por ello, la película recrea a
su modo y desde la ficción el punto de vista de un periodista que, al fin y a
la postre, se convierte en el único testigo, la única voz», dice Serra.
En efecto,
casi desde el primer fotograma Gernika (así sin u y con k) luce extraña como
película bélica y aún más rara como cinta protocolariamente española. De hecho
la historia de amor entre el periodista interpretado por James D'Arcy y la
censora a la que da vida María Valverde tiene más de melodrama clásico con
modales de cuento moral que de cualquier otro género, bélico o guerracivilista.
El protagonista es un tipo demasiado desengañado para creer en nada que no sea
la simple supervivencia. Ella, obligada diariamente a recortar las crónicas de
los reporteros por imperativo del orden constituido, vive un desencanto igual
de triste. Aunque lo parezcan, ni él es Steer ni ella, Constancia de la Mora,
la aristócrata con el cometido de evitar que gente como Hemingway o Dos Passos
escribiera una sola línea fuera de los márgenes. «La película quiere en todo
momento ser un espejo en el que, de alguna manera, se refleja nuestra época. Lo
que se dirime es el sentido mismo de la verdad en el escenario de la barbarie»,
concluye rotundo el director.
Desde la
superficie aséptica de la cinta, nada de lo que ahí se ve recuerda al polvo
color sepia de la eterna Guerra Civil vista desde el cine. «Los referentes
siempre fueron cintas como El desafío de las águilas o La cruz de hierro.
Quería que se viera el color verde y que el paisaje recuperara las colinas de
las Ardenas», puntualiza Serra. Y así es. Gernika, además, mantiene en todo
momento una planificación clásica, quizá académica, empeñada en colocar la
cámara a la altura de los ojos en cuadros por los que discurre la acción de
forma ordenada, coherente y legible.
Cuenta Serra
que cada una de las escenas se alimenta, sin pretender reconstruir nada más que
el recuerdo vivo de la desolación, de historias contadas por los testigos, por
las víctimas. Una mujer detenida con la llave en la mano de una casa que ya no
existe; un refugio acosado por el fuego en el que es admitida una mujer
franquista sin más réplica que la rabia en silencio... «Uno de los días más
emotivos del rodaje fue cuando nos visitaron los supervivientes. Eran ancianos
con la memoria clara de su infancia. Pese al tiempo, el desastre sigue
intacto», comenta el director mientras hojea en el iPad fotografías, documentos,
recortes de la época... «Fue un bombardeo en tres etapas. Primero se
destruyeron las casas; luego, los cazas dispararon contra los que huían, y, por
último, se dejaron caer las bombas incendiarias», concluye.«Toda la ciudad, de
7.000 habitantes más 3.000 refugiados, ha quedado lenta y sistemáticamente
reducida a escombros», se lee en la crónica más célebre de la historia. La
misma que el protagonista de Gernika lee en la última secuencia.
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