Si dedicamos a sus composiciones un vistazo rápido, es muy probable que nos parezcan matemáticas y frías, como si su organización partiese de una fórmula, o de un esquema, que tras idearse es ejecutado con mucho cuidado para evitar fallos (por los que pueda colarse, quizá, una emoción). Podemos tener la sensación, además, de que están formadas únicamente por figura y borde. Pero si contemplamos cualquiera de los cuadrados de Josef Albers (Bottrop, Alemania, 1888 – New Haven, Connecticut, 1976) con algunos minutos más, es posible que percibamos que transmiten algún tipo de energía: evidentemente, su diseño comienza con una planificación exacta, pero detectaremos que, en el proceso de ejecución de las formas y aplicación de los tonos, el pintor deja su huella, indicios de cómo realizó la obra y de su esfuerzo por alcanzar el resultado deseado. Esto es, por vencer la textura libre del pigmento con su destreza.
La conjunción de esos rastros de Albers con el rigor geométrico prueba que le interesaba mantener en sus piezas tanto la óptica como la geometría como bases: que, obviamente, analizó los experimentos científicos en torno a la luz y el color, pero también prestó atención a los textos sobre el tema de Goethe, que se refirió al color como luz turbulenta. Esa es la razón de que el escritor Colm Tóibín, en La mirada cautiva, afirme que trabajó a la vez como científico y como alquimista, aproximando en su obra la lógica a la magia, la sobriedad al sentimiento.
La fuerza de sus geometrías no procede tanto de su autonomía, ni mucho menos de la contundencia de la forma o de la paleta, sino de la mirada del espectador: para el irlandés, están destinadas a impactar en algún lugar poco cómodo de nuestro sistema nervioso, pese a la supuesta seguridad que nos ofrecen desde la infancia los cuatro vértices de un cuadrado. Se servía Albers para aplicar la pintura de un cuchillo flexible y, en varias de sus piezas, bajo algunos colores, es posible apreciar la textura de sus soportes; otras veces, el pigmento es más espeso.
Puede parecer que sus imágenes son estables y que han sido aplicadas con enorme exactitud, pero observándolas mejor nos daremos cuenta de que los bordes no son exactos (no utilizaba cinta adhesiva para conseguirlos, solo el cuchillo y su mano): el encuentro de un color con otro, que parecía meticulosamente concebido, vacila a nuestra vista. No podemos decir que los tonos se fundan, pero el hecho es que en las áreas de sus pinturas donde estos convergen emerge sobre todo la fuerza visual de sus composiciones, una transición a veces armónica y otras violenta. Y justamente esas variaciones, el hecho de que la superficie no se someta a reglas definidas y de que la luz de unos colores se proyecte sobre otros, explica que su obra nos resulte sugerente. La teórica pureza es gradual, y derivará en impureza; lo que aparentaba ser cerrado e inmutable, se difumina.
Cuando las diferencias entre dos tonalidades comienzan a desdibujarse en estos trabajos, el ojo ya no atiende tanto a interpretar o comprender, sino a permitir que sucedan perceptivamente cosas más sutiles: se abre a sensaciones interiores. Además, en cualquier sala donde contemplemos sus creaciones la luz variará continuamente, así que los tonos que en principio nos parecían planos y muy fáciles de observar se volverán más intensos o todo lo contrario, se apagarán; su intensidad no será inmutable, ni su solidez. En todo este proceso, la línea y la geometría, puntos básicos de partida, se volverán más refinados, o más extraños, en todo caso más estimulantes que la mera rectitud.
No es fácil interpretar la obra de Albers, ni siquiera analizando el contexto en el que surgió: no nos ofrece significados concretos y el uso de unos u otros colores no se refiere a determinadas emociones o fenómenos de la naturaleza; no desprenden la pureza de las abstracciones geométricas de Mondrian ni se distancian estrictamente de sentimientos a los que tampoco se apela de manera directa. Parte de su valor se halla en esa indefinición: al permitir que la pintura viva y brille, dejando que los tonos se toquen sin establecer entre ellos frontera, al sugerir la certeza de lo lineal para negarla en una mirada más lenta, introduce drama y dinamismo, sin que ello implique una factura menos cuidada.
En definitiva, insiste el alemán en la autonomía del espacio pictórico, buscando que sus superficies puedan generar emoción y contener tensiones entre lo que es exacto y lo que, por misterioso, no puede serlo: representaciones o metáforas quedan al margen de su pensamiento. Algunos podrán relacionar la luz interior que emana de sus piezas con conceptos filosóficos (la noción de que es posible conocer algo, encontrar la manera de darle sentido y formularlo), aunque sus colores no parezcan tener vocación de resolver nada, solo de saturar el ojo con lo que sucede entre ellos. Estas imágenes puras suelen acompañarse de otras espectrales y quizá tiren de nuestra mirada hacia algún punto lejano donde algo empieza o termina, por más que no simbolicen el alma estos cuadrados.
Albers trabaja primero con reglas y medidas, después va donde el ojo lo guía; entendió que la respuesta de este al color podía llevar los tonos muy lejos, más allá de sus propiedades físicas. De algún modo, las formas de los cuadrados aportan algo de severidad a posibilidades infinitas.
Podríamos pensar, asimismo, que el cuadrado central tiene más importancia en las composiciones que los dos que lo rodean, que estos ayudarían a quien mira a buscar profundidad en el más pequeño, pero de nuevo, si nos fijamos en ellos más despacio, veremos que no hay ninguno esencial respecto al resto. El impacto que nos genera cada obra no depende de la elección de un color, sino del modo en que esos colores se alimentan, o adquieren energía, unos de otros. Los contrastes y texturas pesan más que las tonalidades elegidas. Cada una de estas imágenes implica una investigación y también alberga, para Cóibín, un modo de permanecer en silencio.
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