La que es seguramente una de las muestras más didácticas del
Museo del Prado, concebida como una forma más de mediación junto a sus
actividades, puede visitarse desde mañana en una de las salas de su colección
permanente, la 16B: “En el taller de Rubens”, comisariada por Alejandro
Vergara, jefe de Conservación del Área de Pintura flamenca y escuelas del
norte, quiere proporcionar a un público general las claves intelectuales y
técnicas que subyacen en la producción de este pintor, uno de los más prolíficos
de su tiempo (con 1.500 obras, un centenar de ellas conservadas en la
pinacoteca madrileña), y también ofrecerle notas fundamentales del contexto
histórico, cultural y económico en el que su trayectoria se desenvolvió.
Como es sabido, la facilidad del de Siegen para componer fue
enorme. Junto a las pinturas que realizó por sí mismo o con escasa
colaboración, fueron numerosas aquellas en las que se limitaba a dibujar la
composición, indicar los colores y dar toques finales, confiando su ejecución a
ayudantes: gracias, precisamente, a su fecundidad, pudo mantener activo un
taller con discípulos especializados en paisajes, animales, frutas o flores.
Cada uno se encargaba en el lienzo de la parte de su competencia; además, estas
composiciones se llevaban a cabo en capas: unos pintores podían ser sucedidos
por otros al aplicarlas, en distintas fases y determinando unos y otros la
labor del resto. Algunos prepararían, asimismo, pinceles, colores y soportes.
Ese taller sería la escuela en la que se formaron artistas
muy relevantes de generaciones siguientes y el medio por el que Rubens ejerció
una influencia decisiva en la posteridad. Además, le permitió abarcar las más
diversas temáticas: religión, mitología, historia, asuntos profanos… en
ocasiones en grandes series de lienzos de proporciones notables. Referirnos,
por eso, a la noción de autoría hablando del artífice de Las tres gracias es
una cuestión espinosa, sujeta a no pocas variaciones casuísticas, por más que
todas las piezas que salieran de su obrador lo hicieran bajo la marca Rubens;
ya en vida, constan testimonios escritos de que el artista respondió a algún
cliente que, si le hubiese dicho que quería un cuadro de mejor calidad, le
hubiera dado un original, pero le habría costado el doble.
El taller de Rubens. Fotografía: © Museo Nacional del Prado
La exhibición supondrá cierta sorpresa para los visitantes
del Prado al situarse en una sala adyacente a la Galería Central, cuya entrada
se ha remarcado con una rubensiana cortina roja, y también por la recreación de
su taller en el área central de la sala, un montaje inspirado en información
extraída de los textos que recoge ciertos rasgos de los modos de trabajo de los
pintores del momento y del prestigio que este artista deseaba proyectar:
coleccionó escultura antigua, por eso aquí se han dispuesto algunas piezas de
los fondos del Prado; en su voluntad de mostrarse como gran señor, llevaría
sombrero y espada (el honor de portarla le fue concedido por Isabel Clara
Eugenia); y utilizaría tientos, aquí simulados.
Los autores con éxito como Rubens hicieron carrera en
grandes talleres (es posible que en el suyo trabajaran hasta veinticinco
personas), a los que además acudirían vendedores de materiales y pintores
especializados en ciertos temas cuando eran requeridos; de allí podían salir
obras maestras en números relativamente altos, por más que se produjeran piezas
de mayor y menor calidad y mayor y menor carestía. Es esta, por tanto, una
exhibición destinada a que todo aficionado entrene su mirada en la consideración
de lo que es gran arte y del arte que, ofreciendo calidad, no puede alcanzar
esa categoría; de la creación original (con sus dudas en el camino) y de la
copia virtuosa (sobre terreno ya conocido); los textos apelan de forma clara a
ese público amplio mientras que las aportaciones académicas se han recogido en
el catálogo, que además cuenta con una entrevista a Jacobo Alcalde Gilbert,
artista que ha replicado en un vídeo de seis minutos que podemos ver en sala el
proceso de creación de Mercurio y Argos atendiendo a los métodos de Rubens
-comprobando que un trabajo de estas características podría desarrollarse en
unas sesenta jornadas-.
Para ayudarnos a comprender ese procedimiento creativo por
etapas, dos de las obras reunidas en este montaje son piezas inacabadas: se
trata de los retratos de María de Medici (hacia 1622) y Hélène Fourment con sus
hijos (hacia 1636), el primero perteneciente al Prado y el segundo al Louvre.
El avance en el trabajo era lento: sobre la imprimación se aplicaba dibujo;
sobre este, el bosquejo; y sobre este último, el color en capas de mayor o
menor transparencia. Maestro y seguidores podían alternarse, aunque no se
aprecia que lo hicieran en el caso concreto de estos cuadros: es posible que el
de la reina de Francia quedase sin terminar por constituir un modelo apto para
réplicas, mientras que el segundo se encuentra ya en una fase muy avanzada.
Animándonos a agudizar la vista, el Prado nos propone
diferenciar cuál de dos imágenes dedicadas a otra reina gala, Ana de Austria,
corresponde originalmente a Rubens, que la efectuó en París en 1622, y cuál fue
copia de aquella a cargo de su taller, que se emplearía en esas réplicas sobre
todo en el caso de retratos de ilustres. Ambas ofrecen una ejecución excelente,
así que para recabar pistas tendremos que buscar características del lenguaje
propio del alemán y cierta espontaneidad: la del que adopta determinadas
fórmulas mientras trabaja; en la imitación tales decisiones no son necesarias.
Un código QR nos dará la respuesta y abundante información,
pero podemos apuntar que la iluminación del cuello y el contraste del encaje
blanco con audaces pinceladas negras delatan al original del Prado frente a la
pieza de taller llegada de una colección particular vienesa; también las
texturas y los acabados, menos pulidos en la primera composición.