Antonio Pérez-Henares recrea en La Española (Harper Collins)
los agitados años en los que en una isla del Caribe comenzó a gestarse un
imperio.
Ese es cristiano, seguro. Tiene barbas y los indios no las
tienen—le dijo Juan de la Cosa a Alonso de Ojeda señalando el cadáver varado en
la escollera. No era el primer muerto que veían al llegar a las aguas por las
que De la Cosa, el piloto de Santoña, ya había andado y en las que había
perdido su Santa María. Buscaban el Fuerte Navidad, donde el almirante Colón
había dejado hacía ya diez meses a treinta y ocho españoles. A los dos primeros
los hallaron flotando a la entrada de un estuario, atados sus brazos a unos
maderos en forma de cruz, y no alcanzaron, por lo descompuestos que estaban, a
saber si eran castellanos o no. Pero en uno vieron que se mecía a su lado una
soga, que llevaba atada al cuello, y tuvieron el presentimiento de que no eran
indios.
Poco más adelante, divisaron a otros dos más en unos
charcones entre rocas dejados por la marea baja, y se acercaron con tiento para
no encallar con el batel. Estaban destrozados también, pero a uno, que flotaba
panza arriba, se le veían las barbas. —Del Fuerte Navidad, Juan, no quedarán
sino tizones —concluyó Ojeda.
Ya le dije al almirante que no se entretuviera navegando
entre las islas pequeñas y buscando tierra firme y que, cuanto antes acudié
ramos a socorrer a los que dejamos, mejor sería —reflexionó el piloto con gesto
adusto—. Pero todo cuanto yo diga le contraría. Desde que me acusó de haber
sido el culpable del hundimiento de la Santa María no solo no me escucha, sino
que hace por tenerme alejado de él cuanto puede. Él sabía, como ya todos
nosotros, que unos indios son tímidos y pacíficos, pero otros son terribles y
caníbales. Regresemos y demos cuenta de lo que hemos hallado y de lo que
tememos encontrar. El fuerte está a poco más de una legua de aquí.
No era la primera vez que su camarada le escuchaba
resentirse por aquello. Habían hecho la travesía juntos y, durante ella,
amigado. Don Cristóbal no había querido tener en esta ocasión al muy mentado
piloto a su lado, como sí hizo en la expedición primera. Pero como, igual que
la anterior vez, bien sabía que el llevarlo consigo era decisión real y de la
reina Isabel más todavía, hubo de aceptarlo en ella. Lo destinó a otra nao, la
Niña, la veterana carabela de Palos que había ido y vuelto ya una vez de las
Indias y con viejos conocidos, la familia de los Niño. En ella se había topado
con Ojeda, el pequeño, fibroso y temible conquense. —Si es como decís y bien
parece que así es, don Juan, más valdrá que andemos avisados y con las armas a
la mano —observó Ojeda, que no se separaba de su espada ni para dormir
siquiera.

Con ella en la mano un día en la cubierta de la carabela,
Juan de la Cosa había comprobado que era mejor no comérselo de vista, cuando en
un visto y no visto, con la velocidad de una serpiente, había despachado a un
mozallón santanderino, paisano suyo, que había cometido la imprudencia de
ofenderle, lo que era bastante fácil, de encampanarse luego con mucha soberbia
y encima y para colmo empezar a soltar denuestos y acabar por cagarse en la
Virgen. Que fue esto último lo que le pudo costar la vida, pues esa era una
línea que era letal cruzar ante Alonso de Ojeda. No hubo más ni otros gritos,
ni casi se formó tumulto ni alcanzó a llegar el maestre Juan Niño a cortar la
pendencia. Desenvainaron, el montañés lanzó un mandoble, le paró Ojeda el hierro
y con el siguiente giro de muñeca y una entrada a fondo ya tenía el mozo una
estocada metida en el vano entre el pecho y el hombro que le hizo soltar su
acero y le empapó de sangre la camisa. Tuvo mucha suerte. Eso le dijeron todos
y se lo repitió el propio Juan de la Cosa, que tenía sobre él, por experiencia
y paisanaje, mucha ascendencia.
Ya puedes darle gracias a la Virgen María, en la que te
cagaste, de estar vivo, pues es un milagro suyo el que lo estés. ¿No sabes
quién es, mentecato? No hay en las diecisiete naos y entre los centenares de
hombres duchos en la guerra que en ellas vamos quien pueda enfrentarse a él en
un duelo. Dicen que son cientos los que ha tenido y ni siquiera han conseguido
tocarle. Cuando sanes mejor dale tus disculpas, que las aceptará sin dobleces,
pues es tan pronto de genio como hombre cabal y bueno.

Esa
fue la primera vez que los dos grumetes de la Niña, uno el hijo del propio
maestre Juan Niño, Alonso de nombre como el duelista, y el otro un arrapiezo
huido de la miseria, huérfano de un arriero de Atienza, una ciudad encastillada
de por las Alcarrias ya al lado de las sierras de la Castilla más dura, de
nombre Trifón y como Trifoncillo y hasta Trifoncejo mentado, ambos de edad
pareja, vieron al de Cuenca tirar de espada y despachar un rival en un verbo. Y
los dos, trasconejados detrás de unos costales y unas maromas, lo eligieron
para siempre como su héroe y paladín, y ambos luego intentaban imitar sus
fintas y estocadas con algún palo, pues ni el uno tenía ni al otro le dejaba
todavía su padre andar con acero alguno. Habían conformado ambos, a muy poco de
embarcar en Cádiz, una provechosa sociedad en la que se conjugaban la pillería
del huérfano castellano, curtido en penurias, con la condición de hijo del
patrón del no menos avispado andaluz. No les faltaba de nada, pues por un lado
o por otro había siempre un descuido o una mano generosa, y de todo se
enteraban, el uno por lo que oía entre los marineros y el otro por lo que
escuchaba a su señor padre. El caso es que de lo que pasaba en la Niña y hasta
de lo que pasaba en la armada se les escapaba muy poco. Al decir de su dueño,
Juan Niño, la Niña era, de toda la flota de diecisiete barcos, doce carabelas y
cinco naos que componían la escuadra de este segundo viaje, la única que se
sabía el camino La amistad entre el piloto De la Cosa, apodado el Vizcaíno a
pesar de su origen montañés, y el ya curtido soldado Ojeda, a quien a no tardar
acabarían por mentar como el Capitán de la Virgen, había fraguado durante el
reciente viaje en la Niña. Fueron presentados antes de salir de Cádiz, pues
ambos eran de los que tenían y llevaban por delante un nombre: ni el uno era
solo un marinero de cubierta, ni el otro un soldado de los de a pie, sino de
los de a caballo, y además ya se sabía que allí estaba por un padrino poderoso,
el obispo Fonseca, que era el que más mandaba en las cosas de las Indias, tan
solo por debajo de los reyes. Se contaba ya mucho también de su genio, su
audacia, su destreza, y al piloto montañés le habían dicho que no era menos
viva su generosidad y galanura si se sabía tratarle.

. Predominaban en él la hombría y bonhomía sobre los
arrebatos, y ello lo tenía en mayor estima que blasón alguno. A Ojeda, su
espada y su hidalguía le sobraban como título. Se habían hecho amigos, y el
soldado natural de Torrejoncillo del Rey, en las tierras de Cuenca, que pocos
navíos había pisado en vida si es que había subido antes a la cubierta de
alguno, había ido aprendiendo del otro con verdadero entusiasmo, y no se
cansaba de oírle lo mucho que sabía de los mares, las naos, las mareas, los
rumbos y las tempestades. A él, que era de tierra adentro y muy de secano, le
parecía que más que nadie, y que en ello el Vizcaíno no tenía quien le superara
y hasta con el almirante iba parejo en esas sabidurías.
Alonso de Ojeda de lo que ya sabía era de guerras y
combates, que de estos había catado muchos, y en la de Granada se había tirado
desde que apenas había cumplido los quince años hasta que acabó por entregar
las llaves Boabdil a sus católicas majestades. Ahora andaba por los veintiséis
y había ganado ya reputación y dado muestras de mucho valor, y hasta le había
valido para tener un buen caballo un agarre a través de su familia con el
Fonseca. Eran estas las mejores referencias, y aunque corto de dineros, le
sobraban las ansias de conquistar él solo las Indias, convertirlas a la fe de
Dios y de la Virgen y volver cargado de fama y oro a España. Y hacerlo todo de
buen grado si se podía, y si no, como se había hecho en Granada con los moros.
El De la Cosa le sacaba diez años largos y llevaba toda una
vida en el mar. En su Cantábrico primero, por las costas portuguesas luego (se
decía que de espía al servicio de la reina), para terminar aposentado y vecino
en El Puerto de Santa María y rematar en ser el maestre que en su propia nave,
que se llamó un día la Gallega, otro la Mariagalante y concluyó como capitana y
de nombre la Santa María, llevó al almirante Colón a bordo en su primer viaje
rumbo a las Indias.
En aquella ocasión la pequeña flota la completaron los
Pinzón en la Pinta y los Niño, con quienes en esa travesía primera ya hizo
buenas migas, y en cuya Niña habían vuelto ahora por vez segunda a las Indias,
siendo la única de las tres naves que repetía. Así que, al decir de su dueño,
Juan Niño, la Niña era, de toda la flota de diecisiete barcos, doce carabelas y
cinco naos que componían la escuadra de este segundo viaje, la única que se
sabía el camino. Lo decía con un retintín orgulloso de cuyo motivo sabían los
conocedores, pues los hermanos Pinzón de Palos no habían acabado bien con los
Niño de Moguer, a pesar de haber sido amigos durante largos años, cuando estos
unieron su suerte al almirante Colón mientras que los Pinzón entraron con él en
pleitos y agravios. Eso se lo había de explicar muy bien el Vizcaíno al capitán
conquense, al que ciertos vericuetos y manejos de poder no se le daban
demasiado bien.

Los hermanos Martín Alonso, Francisco Martín y Vicente
Yáñez, por los Pinzón, y Juan, Pedro Alonso, Francisco y Cristóbal, por los
Niño, eran muy bragados fletadores de barcos y marineros de aquel sur, que lo
mismo navegaban por el Mediterráneo que por el Estrecho, que bajaban por el
Atlántico a las costas de África a pescar, o, si se terciaba, se ponían al
corso contra naves consideradas extranjeras, que podían ser moras, portuguesas
o aragonesas, si a su alcance se ponían. Por alguna de aquellas andanzas habían
andado los unos y los otros en algún trance, hasta con la justicia, de los que
se contaban en las tabernas, pero que no eran de pregonar en según qué sitios.
El prestigio que por su saber marinero tenían ambas familias había sido
decisivo para convencer a las gentes de la mar de que se enrolaran en aquella
temeraria expedición. Y a ellos se había unido, por indicación de la Corona, el
santoñés Juan de la Cosa. En la primera todos, dos Niño y tres Pinzón, habían estado
juntos y hasta revueltos. En la Santa María, que iba por capitana y con el
almirante al frente, habían ido De la Cosa como patrón y maestre, y Pedro
Alonso Niño como piloto. En la Pinta había ido por capitán el mayor de los
Pinzón, Martín Alonso, y como segundo y piloto el segundo de la dinastía,
Francisco Martín. Y en la Niña habían ido Vicente Yáñez Pinzón como capitán y
Juan Niño, el mayor de su linaje, como dueño y maestre. Fue la Pinta la que
llegados a las Indias se separó de las otras dos, y aunque luego se volvió a
juntar con ellas, ya quedó sombra con los Pinzón en el ánimo del almirante. El
de Palos se excusó por ello y echó la culpa a los vientos, pero Colón se malició
que se había ido por su cuenta a descubrir y rescatar oro, que más que él
encontró, por cierto. Pero hizo como que se avenía a sus razones por la cuenta
que le tenía, pues ya solo le quedaba un barco: cuando se produjo el
reencuentro, la Santa María ya era empalizada del fuerte donde dejaron a los
treinta y ocho, y los restantes de aquella tripulación iban entonces en la
Niña.
De hecho, el almirante había estado buscando a la Pinta, y
avisado por los indios de que habían visto sus velas cerca de la costa de La
Española, había intentado encontrarla sin éxito. Ya se disponía a partir solo
con la Niña e irse océano adelante cuando se había topado con ella. Las dos
emprendieron juntas el camino de regreso, pero acabaron por llegar a España
separadas otra vez, y cada una por su cuenta. Cerca de las Azores una tempestad
terrible les hizo perder contacto, siendo la Pinta la que llegó primero a
España, tocando en Bayona, mientras que la tormenta obligó a Colón a arribar a
tierra portuguesa antes de poder alcanzar luego Sevilla. Y en las dos había un
Pinzón, pues Vicente Yáñez volvía en la Niña. Fue el mayor de los hermanos,
Martín Alonso, tras desembarcar en Bayona, el primero en escribir a los reyes y
por quien se enteraron el día 4 de marzo del 1493 en Barcelona de lo acaecido,
mientras que la carta de Colón, retenido en Portugal, no salió hasta que pudo
llegar a Sevilla, y no llegó sino casi dos semanas después. Pero los reyes
esperaron al almirante y no quisieron recibir al Pinzón. A su retorno, don
Cristóbal se hospedó en Moguer en la casa de los Niño y fue con Juan Niño con
quien viajó a Barcelona a presentar su descubrimiento y hazañas a don Fernando
y a doña Isabel. Desde ahí la amistad cuajó entre ambas familias y para el
siguiente viaje en vez de dos Niño fueron cinco. En su Niña navegaba el mayor,
Juan Niño, como maestre, su hermano Francisco como piloto y el hijo del
primero, Alonso, con tan solo catorce años, como grumete. El mediano, Pedro
Alonso, que había sido piloto en la Santa María en el viaje inicial con Colón,
volvía a ocupar el mismo cargo en la nueva nao capitana. El quinto de la
familia, Cristóbal Niño, iba como maestre en otra carabela, la Caldera.
A Juan de la Cosa se le asignó sitio en la Niña con papel
indeterminado, aunque en función de sus sabidurías cosmográficas y náuticas, y
el acabar en ella tuvo que ver tanto con amistades como con recelos. A Colón, a
quien le habían obligado casi a llevarlo, el que estuviera con sus amigos los
Niño le convenía para tenerlo controlado. Estos, además, habían hecho buenas
migas con el Vizcaíno. Los Niño en este segundo viaje tenían gran predicamento
al lado del almirante y de ello era muy consciente la flota entera. Y no solo
porque llevara a uno de ellos a su lado en la capitana, sino porque eran frecuentes
sus consultas. Los Niño se habían ganado su afecto cuando en el primer viaje le
apoyaron más que nadie en los momentos de zozobra y hasta de motín al pasar los
días y no avistarse tierra. El arrimo fue todavía mayor luego, tras la
desafección de los Pinzón. Que según hubo de explicarle también De la Cosa a
Ojeda, habían tenido todavía un mayor porqué y un ya muy encendido encono por
ambas partes tras lo acaecido en el viaje de regreso y la arribada a España,
cuando la enemistad entre el almirante y los de Palos estalló con toda
virulencia.
Esa singladura de vuelta de las Indias había sido, al decir
de Juan de la Cosa, el momento de más peligro, mucho más que a la ida, y donde
estuvieron en un tris de irse a pique y que de su descubrimiento se hubiera sabido
poco, o hasta nada. La Niña las pasó mucho peor y tan a punto estuvo de irse a
pique que el almirante hizo promesa, tras encomendarse a Dios, a todos los
santos y, de especial manera, a la Virgen María, de procesionar todos en camisa
al primer lugar donde a Nuestra Señora se le rindiese culto, amén de
arrepentirse de todos sus pecados y hacer las penitencias precisas si les
salvaba la vida
Lo peor había acaecido a la llegada a las Azores. La
tempestad fue tan horrorosa que se tragó muchas naos de las que navegaban por
sus aguas, y solo un milagro y la pericia de sus capitanes y pilotos salvaron a
las dos que volvían de descubrir las Indias. La Pinta, que se zafó mejor del
temporal, fue a dar, empujada Atlántico arriba, con Bayona. La Niña las pasó
mucho peor y tan a punto estuvo de irse a pique que el almirante hizo promesa,
tras encomendarse a Dios, a todos los santos y, de especial manera, a la Virgen
María, de procesionar todos en camisa al primer lugar donde a Nuestra Señora se
le rindiese culto, amén de arrepentirse de todos sus pecados y hacer las
penitencias precisas si les salvaba la vida. La pericia marinera de Colón y de
sus acompañantes logró, al cabo, que pudieran surgir entre las olas
embravecidas frente a la isla de Santa María de las Azores, en cuyo puerto
fueron invitados a resguardarse.
—Lo mismo te digo una cosa que te digo la otra —le aseveró
Juan de la Cosa a Alonso de Ojeda—. Te he señalado no pocas tachas de don
Cristóbal, pero te aseguro que el almirante salvó todas nuestras vidas y su
coraje nos libró luego del cautiverio. Aquella galerna pudo muy bien echarnos
al fondo del mar si no hubiera él dado la orden de llenar las pipas, que
llevábamos vacías, para hacer de lastre y conseguir la estabilidad que nos
faltaba. Nos salvó, hay que decirlo, y luego su coraje ante los portugueses,
que quisieron apresarnos y con la mitad tal hicieron, consiguió que pudiéramos
retornar a casa. De aquellas noches tenebrosas bien pudo resultar primero que,
con nuestra muerte, hubieran sido los Pinzón quienes hubieran tenido la gloria
del descubrimiento, y si los portugueses le hubieran llevado, y a nosotros con
él, preso, tampoco alcanzo a imaginar qué hubiera pasado. —Pero ¿qué sucedió
con los portugueses, acaso no están nuestros reinos en concordia? —le había
preguntado Ojeda.
Eso suponía también el almirante y eso pareció cuando al
arribar a la isla de Santa María el capitán que allá mandaba, un tal Juan de
Castañeda, nos envió mensajeros con provisiones y mucha zalema al saber que no
veníamos de la costa de África ni habíamos invadido la zona que reconocemos
suya, sino del otro lado del océano. Arguyó que por ser el Día de
Carnestolendas no venía él a visitarnos, y que lo haría al siguiente día
deseoso de conocer con detalle las nuevas de las que había sido informado.